Suele decirse, y yo mismo lo he afirmado en diversas ocasiones, que el Derecho ocupa un lugar relevante entre los instrumentos disponibles para combatir los indeseables efectos, de distinto orden, que acompañan a las situaciones de crisis. Hemos tenido, en este sentido, un destacado ejemplo con la notable y notoria reacción jurídica producida ante la Gran Recesión en la gran mayoría de los países, sin perjuicio, también, de la actividad legiferante llevada a cabo en organizaciones supranacionales, como la Unión europea.
El momento actual, en el que la crisis económica se asocia a una inquietante crisis sanitaria, está siendo propicio también para una intensa actividad de creación normativa susceptible de afectar a las más diversas vertientes del ordenamiento jurídico. Se ponen de manifiesto en esa “ofensiva” jurídica, por lo demás, algunos de los caracteres distintivos del Derecho en situaciones de dificultad, como son, entre otros, la urgencia de la reacción normativa, la excepcionalidad de buena parte de las medidas adoptadas, y el recurso a formatos como, entre nosotros, el Real Decreto-ley, suficientemente acreditativos de la hondura de los problemas.
Es evidente que esos caracteres, enumerados de manera un tanto imprecisa, no son siempre homogéneos ni, mucho menos, responden, como en épocas de normalidad, a un plan previo de política jurídica racionalmente articulado. Pero es también cierto que la gravedad, y también la velocidad, de los acontecimientos propios de toda crisis terminan por convertir al escenario social en una entidad rebelde al orden propio de las situaciones estables. No puede sorprender, por ello, como la pasada crisis económica ha puesto de manifiesto de manera ejemplar, la reacción intensa y, si se quiere, un tanto desaforada en ocasiones, del legislador; y ello, gracias a la aportación de instrumentos y técnicas diversos, no siempre congruentes, al modo de la batería de medicamentos que se le suministran al enfermo aquejado de males tan graves como el actual coronavirus, como diaria y lamentablemente tenemos ocasión de comprobar en nuestros días.
Ante esta situación jurídica, se tiende a hablar, como fórmula comprensiva, de “Derecho de la crisis”, donde la preposición viene a querer expresar, de manera un tanto implícita, que las normas integrantes de esa categoría jurídica no son propiamente un repertorio normativo elaborado con la calma propia de quien no tiene urgencia, sino, más bien, un resultado, una derivación inmediata, quizá inexorable, de la situación crítica, frente a la que pretenden servir como remedio para su radical superación.
No han faltado en nuestra doctrina aportaciones al estudio de este Derecho “de” la crisis, bien de alcance general, bien con carácter circunscrito a una determinada rama del ordenamiento; común a esos estudios es una nota negativa, referida, precisamente, a la ausencia de una suficiente aproximación dogmática para su debida comprensión, sin perjuicio, claro está, de la alta valía que buena parte de esos trabajos muestran. Se dirá que, por su propia naturaleza, la regulación dictada en tiempos de crisis no resulta de fácil estudio por parte de la doctrina; siendo este matiz cierto, también parece evidente la necesidad de encuadrar dentro de unos márgenes seguros el torrente normativo derivado de la situación crítica a fin de impedir que se desborde e inunde a la realidad social, a la que paradójicamente intenta defender frente a la gravedad del momento.
Al lado de este Derecho “de” la crisis, entendido, gracias a la preposición entrecomillada, como derivado inmediato o subproducto material de la situación crítica, podemos identificar también un Derecho “para” la crisis, donde la preposición ahora empleada e igualmente entrecomillada intenta llamar nuestra atención sobre una vertiente singular. No se trata, en tal sentido, de describir y comprender la reacción actual del legislador ante las asechanzas de una crisis determinada y presente, sino, más bien, de contribuir al establecimiento de ciertos mecanismos susceptibles de comprender y encuadrar preventivamente dificultades venideras.
Hay en este Derecho para la crisis, por tanto, un elemento de previsión y organización, que quizá sirva para aproximarlo, grosso modo, al Derecho constitucional, tal y como lo ha descrito, con llamativa caracterización, ese gran jurista que es Gustavo Zagrebelsky; así, según el profesor italiano, la Constitución –toda Constitución- viene a ser una norma jurídica que elaboramos cuando nos encontramos serenos y sobrios para solucionar las dificultades que inevitablemente surgirán cuando estemos ebrios, sin que ese estado de embriaguez –añado yo- tenga que identificarse con la ingestión inmoderada de bebidas alcohólicas…
Aunque quizá quepa entender, metáforas aparte, que muy amplios sectores del ordenamiento jurídico responden a este esquema básico del Derecho “para” la crisis, parece más correcto afirmar, al contrario, que son sólo algunas materias las que representan certeramente lo que esa categoría jurídica pretende delimitar. A quienes nos dedicamos al Derecho mercantil, nos resulta evidente que la disciplina concursal constituye una rama jurídica derechamente dirigida a prevenir y a resolver los problemas que en el ámbito empresarial (aunque no sólo) produce una situación de grave desbalance patrimonial, susceptible de conducir, en no mucho tiempo, a la insolvencia. La muy reciente aprobación del texto refundido de la Ley Concursal (del que habrá que hablar largo y tendido), con la notoria división de su contenido entre el concurso, propiamente dicho, y el llamado Derecho preconcursal, permite ilustrar de manera evidente lo que se quiere decir mediante la utilización de la fórmula “Derecho para la crisis”.
Es verdad que la existencia en un determinado ordenamiento de una buena reserva normativa para las situaciones difíciles no supone un antídoto absoluto para resolver, con rapidez y eficacia, los problemas que las mismas puedan producir. Pero también es cierto que su ausencia o su inadecuación complican enormemente el tratamiento de las crisis, obligando al legislador a improvisar en exceso, con los considerables riesgos que de tal proceder se derivan. De nuevo, nuestro Derecho concursal, en el marco de la Gran Recesión, sirve como ejemplo pertinente, a pesar de las considerables reformas de la Ley concursal que a lo largo de la misma se llevaron a cabo; sólo basta con pensar que, de no haber existido este Derecho “para” la crisis, es decir, si se hubiera mantenido en vigor la ficción jurídica en que consistía el régimen de la quiebra y la suspensión de pagos, el esfuerzo regulador habría caído en un terreno yermo, sin aptitud posible para encauzar mínimamente los múltiples problemas por entonces existentes.
Se explica, de este modo, que las dos magnitudes jurídicas incluidas en el título del presente commendario no describan realidades del todo diversas ni que, en igual sentido, constituyan compartimentos estancos. Como criterio genérico, bien puede decirse que el Derecho “para” la crisis, de presencia, a mi juicio, imprescindible en todo ordenamiento, delimita un territorio determinado, estableciendo en su seno mecanismos de ordenación y de articulación de intereses potencialmente permanentes; por su parte, el Derecho “de” la crisis, en su caso, vendría a modular, siempre de manera urgente y con ajustes singulares, propios de la dificultad del momento, la formulación previamente establecida para situaciones críticas, bien tengan dimensión global, bien se refieran a sectores concretos. Como es natural, esta esquemática presentación necesita de muy distintos matices y complementos, si bien, en el marco reducido, propio del commendario, permite mostrar lo que, a mi juicio, constituye el núcleo básico de las relaciones entre Derecho y crisis.
Los lectores de más edad quizá recuerden una importante norma, elaborada al comienzo de la Transición, que recibió el nombre de “Ley para la reforma política”. Dicho texto, cuya concepción básica hay que poner en el activo de esa singular figura política que fue Torcuato Fernández-Miranda, hizo posible el paso razonablemente ordenado “de la Ley a la Ley”, como en tantas ocasiones afirmó y consiguió llevar a la práctica su propio inspirador. Pero, del mismo modo, conviene recordar que la norma en cuestión, en su origen, no llevaba el nombre con el que fue promulgada y con el que, en nuestro tiempo, la recordamos; se llamaba, más bien, “Ley de la reforma política”, y creo que el cambio de preposición, debido, al parecer, a la sugerencia de Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, fue del todo acertado porque permitió expresar, con toda nitidez, lo que se pretendía con su elaboración y que, posteriormente, derivó en el pleno establecimiento del actual sistema democrático.