Hace ya casi dos décadas, en un relevante trabajo (“La impugnación de acuerdos de la junta general mediante arbitraje”, en AA.VV., Derecho de sociedades. Libro Homenaje a Fernando Sánchez Calero, II, Madrid, McGraw Hill, 2002, pp. 1977-2029, especialmente p. 2027, nota 65), los profesores Muñoz Planas y Muñoz Paredes destacaban la decisiva contribución de la Jurisprudencia a la construcción de nuestro Derecho de sociedades, sin que constara hasta la fecha una prestación equivalente por parte del arbitraje. Dichos autores, a la vez, manifestaban ignorar lo que la disciplina jurídico-societaria podría deber en el futuro a esta forma alternativa de resolución de conflictos, con un no velado temor a que su hipotética generalización pudiera no ser el mejor camino para consolidar esa segura construcción dogmática.
Transcurrido ese período de tiempo, seguimos sin tener noticias fidedignas de lo que el arbitraje viene haciendo por el Derecho de sociedades; y ello, a pesar de que es común y cabría decir también tradicional incluir en los estatutos de las sociedades (sobre todo, de las cerradas) una cláusula consistente en un convenio arbitral, de eficacia, si se quiere, reforzada por el muy favorable régimen que, a tal efecto, se contiene en la vigente Ley 60/2003, de 23 de diciembre, de arbitraje, modificada en este punto, como es bien sabido, por la Ley 11/2011, de 20 de mayo.
No parece necesario destacar aquí la larga y tortuosa trayectoria del arbitraje societario, con mayor precisión “arbitraje estatutario”, de acuerdo con el art. 11 bis de la mencionada ley; resulta evidente la “lógica pendular” que parece acompañarle, desde que las Ordenanzas de Bilbao y, a su estela, el Código de comercio de 1829, establecieron el arbitraje forzoso en nuestra materia. Vendrán después diversas vicisitudes, siendo la más conocida, quizá, la que lo relegó al ostracismo como consecuencia del singular régimen dispuesto para la impugnación de acuerdos sociales a partir de la LSA 1951, de acuerdo con la interpretación predominante en la doctrina y también en la Jurisprudencia.
La muy relevante sentencia del Tribunal Supremo de 18 de abril de 1998, sobre la base, entre otros extremos, de una destacada resolución de la Dirección General de los Registros y del Notariado de ese mismo año, cambiará el sentido de esa lógica pendular, abriendo una etapa, que llega hasta nuestros días, de resurgimiento y progresiva consolidación del arbitraje. Y si fueron abundantes las tomas de postura de la doctrina, con no menor relieve de la Jurisprudencia, al calor, sobre todo, de una brillante monografía del profesor Muñoz Planas publicada en el homenaje al maestro Rodrigo Uría, parece que en los últimos años, sin embargo, ese interés ha decrecido, a pesar de que son significativas las cuestiones abiertas en nuestro Derecho positivo sobre el tema que nos ocupa, sin una solución todavía cierta.
Una cosa es clara: la vigente regulación del arbitraje constata la superación de la consabida disputa en torno a la arbitrabilidad de la impugnación de los acuerdos sociales, a la vista de lo que dispone el art. 11 bis, 3º de la Ley de arbitraje, optando, aunque no de manera excluyente, por el arbitraje administrado. Formulada la norma en términos de gran generalidad, sin perjuicio de su enunciado facultativo, queda por saber si entrará en el poder de disposición de las partes, es decir, de los socios, la entera impugnación, o sea el mecanismo íntegro, en todas sus vertientes, enderezado a privar de validez, en su caso, a los acuerdos impugnables. Y si bien la norma, como acabo de decir, no distingue, entiendo acertada la solución, propuesta en su día por el profesor Eduardo Polo, de considerar no disponible la materia relativa a la impugnación de acuerdos sociales que “por sus circunstancias, causa o contenido resultaren contrarios al orden público”, como indica el art. 205, 1º LSC.
La mención expresa del texto normativo fundamental en lo que atañe a las sociedades de conformación capitalista (las únicas, por cierto, afectadas por la disciplina contenida en el art. 11 bis de la Ley de arbitraje) permite traer a colación un problema igualmente relativo al poder de disposición de las partes en el arbitraje, como noción básica para que sea operativo, como ya sabemos, también en el tema que nos ocupa. Y es que a la disponibilidad sobre la materia (en nuestro caso, la impugnación de acuerdos sociales), habría que añadir, como segundo nivel, la disponibilidad sobre las condiciones de desarrollo del arbitraje. Es bien sabido, de acuerdo con lo que dispone el art. 25 de la Ley de arbitraje, que “las partes podrán convenir libremente el procedimiento al que se haya de ajustar los árbitros en sus actuaciones”; sobre la base de esta fórmula, cabría defender una amplia facultad de los socios para precisar, en la oportuna cláusula estatutaria, muy diversas circunstancias que, sin perjuicio de su naturaleza aparentemente procesal, serían susceptibles de alterar normas y criterios tenidos por básicos desde la perspectiva societaria.
Como el propio art. 11 bis 3º de la Ley de arbitraje alude a la impugnación de acuerdos sociales “por los socios o administradores”, podría plantearse, por ejemplo, la posibilidad de contemplar la legitimación de aquellos, en aras del principio de igualdad (art. 24 de la norma arbitral, así como, del mismo modo, art. 97 LSC), desde una perspectiva no coincidente con la del régimen sobre impugnación de acuerdos sociales. En tal sentido, sería imaginable establecer en el convenio arbitral recogido en los estatutos la legitimación individual de los socios a tal efecto, soslayando el derecho de minoría contemplado en el art. 206, 1º LSC. De este modo, se haría posible generalizar el recurso a la institución arbitral por parte de todos los socios, sin distinción alguna en punto a su participación en el capital de la sociedad; pero a la vez, y en igual forma, se “recuperaría”, en sentido efectivo, el criterio de política legislativa contenido en el art. 93, c) LSC, que, como es bien sabido, atribuye al socio individualmente considerado el derecho a “impugnar los acuerdos sociales”.
No fue esta, sin embargo, la opinión de los profesores Muñoz Planas y Muñoz Paredes (“La impugnación de acuerdos de la junta general mediante arbitraje”, cit., p. 1998), formulada –quizá no sea inconveniente señalarlo- cuando el derecho de impugnación se atribuía, sin matiz alguno, al socio individualmente considerado, circunstancia que, como es sabido, cambiará a partir de la reforma de la LSC llevada a cabo por la Ley 31/2014. Entendían dichos autores que, en este contexto impugnatorio, la vía arbitral se limitaba a sustituir a la judicial, sin que esa sustitución de procedimientos, por su propia causa, “trascienda o pueda trascender a otras piezas del sistema impugnatorio, como son los acuerdos impugnables, la caducidad de la acción o la legitimación, que operan invariablemente tramítese la impugnación ante jueces o ante árbitros”.
A favor de este criterio, seguramente, concurre la idea de “equivalente jurisdiccional” que del arbitraje se tiene entre nosotros, si bien el contexto normativo actual y, quizá también, la práctica de este medio alternativo (con arreglo a la fórmula hoy estereotipada) de resolución de conflictos permiten, en apariencia, ir más allá. Así, no sería demasiado difícil optar por una comprensión más flexible del término “procedimiento”, empleado, según ya se ha dicho, por el art. 25, 1º de la Ley de arbitraje, como una magnitud igualmente disponible por las partes, es decir, en nuestro caso, por los socios.
Por otra parte, no conviene ignorar el criterio de igualdad, antes mencionado, teniendo en cuenta que el porcentaje de capital requerido para impugnar los acuerdos de la Junta puede ser elevado en los estatutos, sobre la base de la fórmula empleada («al menos”) por el art. 206, 1º LSC a la hora de considerar la legitimación de los socios a tal efecto, mediante el conocido derecho de minoría. Y, dicho sea en inciso, la expresión citada se compagina mal con la posibilidad de rebajar el porcentaje, contemplada en el párrafo siguiente.
Sin querer “sentar cátedra” en un tema que requiere de una amplia y cuidadosa atención desde el punto de vista doctrinal, y para concluir este ya largo commendario, me parece necesario poner de manifiesto que el debate recién planteado saca a la luz otra cuestión relevante, en este caso de alcance más general. Me refiero a la necesidad de estudiar a fondo las relaciones entre los dos bloques normativos que concurren en el tema analizado: de un lado, el Derecho de sociedades de capital, y, de otro, la regulación del arbitraje. Es decir, se trataría de saber si nos encontramos ante cuerpos normativos autónomos, lo que ampliaría todavía más el campo de aplicación del arbitraje estatutario, o si debiera existir algún vínculo orgánico entre ambos, circunstancia que, a su vez, podría dar lugar a dos distintas posibilidades.
De un lado, que la regulación societaria mereciera un lugar preeminente, por ser el arbitraje que nos ocupa de carácter estatutario, y porque los términos inequívocamente societarios contenidos en el art. 11 bis no han recibido un tratamiento específico en el marco de la regulación correspondiente al arbitraje; de otro lado, que esta última, sin perjuicio de su vínculo, al menos formal, con el Derecho de sociedades, fuera considerada lex specialis, de modo que la imprescindible contemplación de los mecanismos societarios hubiera de pasar por el “filtro” arbitral, si cabe tal fórmula, aceptando, por tanto, su esencial prioridad.
No son problemas sencillos de resolver los ahora enunciados, y, por tal motivo, debe terminar aquí el presente commendario, que no hace sino refrendar el considerable relieve del arbitraje para el Derecho de sociedades, sin perjuicio de la necesidad, igualmente relevante, de evitar la compartimentación de los regímenes legislativos traídos ahora a colación; esa sería, en mi particular criterio, la peor solución de todas.