Las protestas del sector agrícola, con tractores o sin ellos, se han convertido en un elemento más de inquietud social, quizá acentuada en el caso de España (pues el fenómeno no es privativo de nuestro país) por la singularidad de las explotaciones agroalimentarias, por su relieve en el tráfico económico externo y también, como dato del momento presente, por el estrecho vínculo que muestra con la temática, de hondo significado humano, de la “España vaciada”. No es este el lugar para ocuparse con detalle de tantos y tan relevantes problemas, cuya trascendencia, por otra parte, se percibe en el amplio eco que vienen teniendo en la opinión pública y en los medios de comunicación.
Sí merece la pena, no obstante, detenerse en un factor de especial relieve para el Derecho de sociedades, y al que se ha hecho alusión desde diversas instancias. Me refiero a la circunstancia, bien conocida desde antaño, al menos en buena parte de España, de la atomización de las explotaciones agrarias y de las dificultades que implica este “minifundismo” empresarial para conseguir la ansiada rentabilidad del sector, así como un mayor relieve en la estructura económica de nuestro tiempo. No se trata sólo de una constatación, pues, a renglón seguido, se propone, también por distintos sectores –incluido el Gobierno- la necesidad de promover una decidida concentración o integración económica que permita alcanzar ese tamaño crítico, en la línea de lo que se observa, con notable éxito, por otra parte, en algunos países europeos, de los que se ha destacado, con especial intensidad, el caso de Holanda.
Esta llamada a la concentración empresarial, aun formulada de manera muy genérica, se ha visto acompañada por la referencia a una forma de operador económico de especial relieve en el sector agroalimentario, como es la sociedad cooperativa. Se sobreentiende, de este modo, aunque los opinantes –en muchas ocasiones investidos de arbitristas- no hayan sido demasiado explícitos, que dicho proceso de concentración debería tener como principales protagonistas a las propias sociedades cooperativas, con alusión, de nuevo, al ejemplo holandés, donde un número reducido de entidades de esta naturaleza ocupan una posición de liderazgo en el ámbito agrícola del país.
El criterio es, a mi juicio, adecuado y trae a colación, como punto de partida, el importante asunto de la llamada “integración cooperativa”, una indudable necesidad en el completo ámbito de esta modalidad empresarial, más allá de su concreta consideración, en este momento, en el sector agroalimentario. No se trata, por otra parte, de una orientación innovadora ni, mucho menos, desconocida en el mundo cooperativo español. Son numerosas las alusiones doctrinales a este asunto, desde la brillante monografía de Rosalía Alfonso en la materia, una referencia permanente y segura, no sólo para nuestros estudiosos, sino también para las propias cooperativas.
Mucho más reciente, y con especial alusión al asunto que ahora nos ocupa, es el libro dirigido por Carlos Vargas Vasserot, con la coordinación de Cristina Cano Ortega, Integración y concentración de empresas agroalimentarias. Estudio jurídico y económico del sector y de la Ley 13/2013, de fomento de la integración cooperativa (Madrid, Dykinson, 2018). En su enunciado se pone de manifiesto que no sólo interesa el campo a la doctrina, sino también al legislador, gracias a un texto legal cuyo afán promotor no se ha visto acompañado, sin embargo, por el mejor tratamiento jurídico de la cuestión. Y todo ello, naturalmente, sin ignorar que el amplio y frondoso repertorio de la legislación cooperativas española cuenta con instrumentos diversos, coincidentes en su mayor parte, para servir de cauce a la integración cooperativa. Así sucede, desde luego, con las cooperativas de segundo grado y los grupos cooperativos, instituciones de largo alcance y de probado relieve para favorecer el necesario incremento de la dimensión empresarial del sector mutualista.
Hay, con todo, una cuestión, particular de nuestro Derecho cooperativo, que, salvo error por mi parte, no he visto mencionada en las distintas tomas de posición ante los problemas del campo español y que, también a mi juicio, puede ser uno de los factores explicativos –no el único, sin duda- de la insuficiente dimensión empresarial de nuestras explotaciones agroalimentarias. Me refiero, precisamente, a la singularidad, no únicamente del sector agrícola, sino del entero Derecho cooperativo español, veladamente destacada hace un momento mediante la alusión a la amplitud y frondosidad del régimen jurídico vigente. Mejor sería decir, y entramos en materia, los “regímenes jurídicos vigentes”, pues, como resulta notorio, goza de una ya significativa tradición la existencia de numerosas leyes de cooperativas, la mayor parte de ellas ceñidas a la Comunidad Autónoma donde se han promulgado; y ello, claro está, sin perjuicio de la ley estatal, cuya aparente marginación, por su reducido ámbito territorial de aplicación directa, no ha impedido que sea la más estudiada por la relevante doctrina cooperativista española.
En varias ocasiones, y en distintos foros, he manifestado mi postura dubitativa, cuando no francamente crítica, respecto de este desaforado pluralismo legislativo. Sin entrar en cuestiones constitucionales, relacionadas con la distribución de competencias en el tema que nos ocupa, de las que se ha ocupado con notable acierto la profesora Alfonso, es urgente no demorar más la imprescindible reflexión en este decisivo asunto, evitando cortocircuitos fáciles y, tal vez, electoralmente rentables en relación con una temida y temible “recentralización”. La crisis del campo, porque resulta necesario llamar a las cosas por su nombre, necesita de un análisis global y minucioso, y, en lo que toca a la vertiente jurídica, requiere un tratamiento carente de prejuicios.
Si se piensa, como acabo de decir, que la integración cooperativa es una fórmula idónea para contribuir a la solución del problema, debe advertirse de inmediato las serias dificultades operativas que a tal efecto supone la fragmentación del espacio español en “territorios cooperativos” dotados de singular autonomía. Y ello, a pesar de la reseñada Ley 13/2013, que, siendo loable en sus fines, no ha resultado tan certera en los medios empleados al efecto, y cuya aplicación, como advierte el profesor Carlos Vargas, en la obra antes citada, no puede considerarse exitosa; es más, no faltan las voces que hablan abiertamente de fracaso legislativo.
Desde una perspectiva general, han sido muchas las voces que han propuesto elaborar una Ley de Armonización, en el marco de lo dispuesto por el art. 150 de nuestra Constitución, susceptible de superar la diversidad de regulaciones en materia cooperativa, favoreciendo, así, el desarrollo y consolidación de este sector empresarial. El tiempo transcurrido desde que dicho criterio –que comparto plenamente- se formuló sin haberse llegado, por ello, a una regulación armonizada contante y sonante no debería hacernos pensar en que se trata de una vía muerta o, de manera menos dramática, de difícil realización. Quizá por las notorias dificultades que esa solución comporta, y que se sitúan, también a mi juicio, en el ámbito de la política y no propiamente en el terreno jurídico, sería posible pensar en una armonización de menor alcance, pero de destacada profundidad; una ley específica de la integración cooperativa, que fijara su atención en las principales estructuras susceptibles de servir a tal fin (las ya citadas cooperativas de segundo grado y los grupos cooperativos) y que las contemplara como verdaderas figuras jurídicas, huyendo de la habitual retórica cuasifilosófica, tan frecuente en el sector, así como de la rigidez reguladora que, por desgracia, resulta común en el entero Derecho español de cooperativas.
Me permito añadir, además, que una tarea pendiente en lo que atañe a la adecuada ordenación jurídica de la integración cooperativa se refiere al necesario tratamiento de los vínculos con los operadores económicos de naturaleza estrictamente mercantil, como son, sobre todo, las sociedades de capital. Bajo esta fórmula no pretendo aludir a la consabida discusión sobre la mercantilidad de las cooperativas, desplazada de facto – aunque no tanto de iure– al desván de las discusiones dogmáticas superadas. Lo que podríamos denominar “perspectiva de mercado”, sin la que cualquier regulación relativa a la organización y funcionamiento de la actividad económica resulta vana, ha de trasladarse también al sector cooperativo; un buen motivo para empezar a recorrer este camino, de homologación e interacción con los restantes operadores económicos, consistiría precisamente en la elaboración de la mencionada ley armonizadora, planteada, eso sí, con un criterio abierto y a la altura de nuestro tiempo.
Soy plenamente consciente de que los problemas del campo, y también los de las cooperativas agroalimentarias no se resolverán de un plumazo, aunque se llegue a un acuerdo, hoy de suma dificultad, por indudables razones políticas, en torno a su posible tratamiento unitario, en línea con lo que, modestamente, se expone en el presente commendario. Parece evidente que, tanto para el campo como para la ciudad, si se me permite la expresión, no existe una varita mágica que con su solo movimiento ahuyente los fantasmas, haga crecer la riqueza colectiva y, como decía la Constitución de Cádiz de 1812, convierta a los españoles en “justos y benéficos”.
Pero también resulta evidente que la mejor manera de recorrer el tortuoso camino de las soluciones consiste en definir bien los problemas y en identificar correctamente los inconvenientes que se oponen a los mecanismos resolutivos propuestos. En este nivel, el Derecho representa un elemento insoslayable y la normativa ordenadora de la actividad económica en el mercado, de la que el campo y las cooperativas son elementos fundamentales, es sin duda una pieza relevante a tal fin. Ojalá se abra paso una visión actualizada del Derecho de cooperativas que permita en el ordenamiento jurídico español la necesaria aproximación a los modelos exitosos de otros países; por lo que se me alcanza, en esos territorios, hoy frecuentemente citados como ejemplo, la claridad en la regulación y la adecuación de las figuras reguladas a los correspondientes supuestos de hecho no precisa de una exuberancia normativa como la que florece por estos lares ni trae consigo una siempre inconveniente y artificial fragmentación del mercado.