Se cumple en este mes de septiembre el trigésimo aniversario del Código das Sociedades Comerciais, que, como es bien sabido, contiene un completo y riguroso tratamiento de las sociedades mercantiles en Portugal. Fue, en su momento, una norma original, no sólo por la disciplina establecida, sino, sobre todo, por el hecho de compendiar en una ordenación sistemática el entero régimen de las sociedades mercantiles. Es decir, se trataba y se trata, pues sigue felizmente vigente, de un auténtico código, y no de una mera recopilación más o menos apresurada del considerable material normativo que acompaña desde antiguo a la organización y el funcionamiento de las personas jurídicas que ahora nos ocupan.
No hace falta decir que la idea misma del código, como singular “formato” legislativo, ha experimentado vicisitudes considerables desde que llegó a su término el período que, por su predominio en numerosos países (los habitualmente llamados, por influencia francesa, “países de código”) se conoce en la historia del Derecho precisamente con el nombre de codificación. Quizá esas vicisitudes pueden resumirse en su aparente pérdida de utilidad, por haber variado y de manera notable, la realidad social de la que los códigos pretendían ser reflejo y a la que, a su vez, intentaban dotar de estabilidad y seguridad. Y, de esta manera, si la sociedad ha dejado de ser el agregado humano que servía de supuesto intangible a los códigos, el Derecho habrá de ser otro, no sólo en lo que se refiere a su contenido, sino, de nuevo, a su “formato”, es decir, a su forma externa de manifestación, pues, al fin y al cabo, siguiendo el aforismo clásico, ubi societas, ibi ius.
Sucede, con todo, que el dictamen sobre la falta de actualidad de los códigos para regir una sociedad muy diferente de la que caracterizó a la etapa codificadora, aun manteniéndose en niveles significativos, va acompañada desde hace tiempo de su aparente “reviviscencia”. No se trata, sólo, de que algunos países, mediante procesos legislativos largos y complejos, hayan promulgado códigos nuevos en las materias habitualmente contempladas por este tipo de norma jurídica; al lado de este fenómeno, de estricta continuidad, nos encontramos con un aparente apogeo de la técnica codificadora y del código mismo, si bien en supuestos y con características ciertamente propias de la época presente. Así, cabe hablar de códigos “especiales”, por referirse, siempre con técnica codificadora, a fragmentos normativos dotados de clara unidad dogmática y conceptual, de los que la norma portuguesa que nos ocupa en el presente commendario sería un ejemplo destacado. Pero también se encuadran en esta tendencia, aunque sea en muchas ocasiones de manera más nominal que efectiva, otros conjuntos de normas relativos a realidades menos nítidas, de acuerdo con fórmulas que han alcanzado resonancia internacional no obstante su difuso significado. Sería el caso, por ejemplo, de los códigos sobre buen gobierno, hoy extendidos a todos los ordenamientos, a pesar de las dudas que suscita la naturaleza misma de las recomendaciones en ellos contenidas.
En atención a esta circunstancia, tras la crisis de la fórmula codificadora, verdadero lugar común de la doctrina en la segunda mitad del pasado siglo, podría llegar a hablarse, por tanto y con todos los matices que se quiera, de su apogeo; o, quizá mejor, siguiendo al profesor Tomás y Valiente, de su vulgarización, pues no en balde nuestro autor acertó cuando, en un certero trabajo, mostró el tránsito del código, desde la utopía revolucionaria, moderada y modulada por la burguesía decimonónica, a, en nuestros días, una mera técnica, “técnica vulgarizada”, según la expresión literal del gran historiador del Derecho.
Sea lo que fuere, el renacimiento del código, como formato jurídico, resulta hoy perceptible en numerosos países, entre ellos el nuestro, con esa importante aportación –no me cansaré de repetirlo- contenida en el Anteproyecto de Código Mercantil. En él hay huellas del frustrado Código de sociedades mercantiles, pieza igualmente valiosa, enviada al dique seco, en 2002, por circunstancias que no merecen recuerdo. No parece dudoso que ese código non nato se inspirara, desde luego nominalmente pero también en otros muchos aspectos, en el código portugués cuyo aniversario conmemoramos.
Para que el recuerdo no quede en una celebración puramente retórica, la mejor enseñanza que cabe deducir de estas tres décadas de vigencia ha de ser a mi juicio la invitación a conocer su contenido, riguroso, completo, expresado en una lengua clara y precisa, alejada a la vez del rebuscamiento y de la oscuridad. El jurista que se adentre en la lectura de sus bien trabados preceptos encontrará el elenco completo de las instituciones societarias, con la inclusión, tan relevante entonces como en nuestros días, de un completo régimen sobre los vínculos intersocietarios y los grupos de sociedades. Ahora que la cuestión sigue generando abundante polémica, sin bases normativas sólidas, la consulta de la regulación portuguesa enriquecerá, a buen seguro, al lector interesado en su contenido.
José Miguel Embid Irujo