No faltan en nuestro Derecho de sociedades ni, por supuesto, en muchos otros ordenamientos, situaciones en las que se exige a la sociedad mercantil (por lo común, de naturaleza capitalista) la determinación de un objeto social exclusivo. Las razones para tal forma de proceder son, ciertamente, diversas, sin que la claridad de la idea (o de la imposición, si así se prefiere) vaya acompañada en todo caso de un tratamiento igualmente nítido. Es más, una vez establecido tal requisito el legislador parece olvidarse del objeto, sin perjuicio de que, en apariencia, esa exclusividad haya de mantenerse a lo largo de la entera vida de la sociedad en cuestión, lo que para cualquier sujeto, no necesariamente jurista, resultaría una conclusión obvia.
Pero ya sabemos que en el mundo jurídico no siempre las operaciones más elementales, y con resultado notorio para el común de los mortales, desembocan en la solución consabida. Algo de eso sucede con el objeto exclusivo, teniendo en cuenta la amplia variedad de situaciones societarias a las que afecta. Es el caso, por ejemplo, de las sociedades profesionales, tal y como se deduce del art. 2 de la Ley 2/2007, de 15 de marzo, precisamente dedicada a la regulación de esta singular modalidad societaria. Su acusado carácter conflictivo, entendiendo por tal la frecuencia con la que se asoma a la jurisprudencia registral y, en menor medida, pero también con carácter relevante, a los tribunales, tiene que ver en numerosas ocasiones con el asunto que hoy nos ocupa.
Al fin y al cabo, la exigencia del objeto social exclusivo para las sociedades profesionales está sirviendo para “depurar”, si se permite el término, el sector de actividad en el que, por expresa voluntad legislativa, han de quedar situadas. Y si, como ha dicho el Tribunal Supremo en una conocida sentencia, “las sociedades han de ser lo que parecen y parecer lo que son”, no queda duda de que constituye requisito esencial de esta figura el hecho de que su actividad económica venga circunscrita por el decisivo elemento de la profesionalidad, de acuerdo con lo que, a propósito de dicha noción, se indica en la Ley 2/2007.
Con todo, la propia norma a la que me vengo refiriendo ofrece un escotillón por el que el requisito de la exclusividad del objeto se ahuyenta o, si somos menos drásticos, se matiza, y no de manera irrelevante. Me refiero, como ya habrá pensado el lector, a las sociedades multidisciplinares, contempladas en el art. 3 de la Ley, donde la combinación de actividades profesionales en el seno de una misma sociedad, siempre que no resulten incompatibles, traspasa nítidamente la frontera del objeto social exclusivo, al permitir varias actividades dentro del objeto de una misma sociedad, con tal de que, eso sí, sean todas profesionales. Y, por supuesto, cabe igualmente que la sociedad profesional de actividad única vea modulado su objeto social mediante el añadido o el complemento de actividades diversas, siempre que sean instrumentales o serviciales de la concreta actividad profesional que delimita y configura a la sociedad que la ejercite. En tal caso será difícil que un profano vea un objeto social exclusivo, sin perjuicio de que para el jurista la cuestión no planteará especiales problemas.
De manera que, si generalizamos la cuestión desde la vertiente, hoy de tanta trascendencia, de las sociedades profesionales, podremos decir que exclusividad no significa necesariamente unicidad, en lo que atañe a la configuración estatutaria del objeto social. Y acentúo la idea de la consignación concreta que de la actividad se efectúe en una cláusula de los estatutos sociales porque no ha de excluirse la discordancia entre el objeto estatutario y el objeto real, con la necesidad de analizar el problema desde los “vicios” que la doctrina ha puesto de manifiesto: la indeterminación, la ilicitud y la imposibilidad.
Al margen ahora de tan gruesos asuntos, quizá convenga concluir este apresurado y parcial repaso a la temática del objeto social exclusivo aludiendo a su posible modificación, que tanto podría realizarse por vía estatutaria o, lo que sería todavía más complejo, a través de cambios estructurales. Limitándonos al primer supuesto, si la cláusula relativa a nuestra figura puede ser alterada, en principio, con los mismos requisitos que las demás contenidas en los estatutos sociales, algo parece cambiar cuando se trata de la alteración correspondiente al objeto social exclusivo.
No sería imposible, desde luego, su sustitución, si entendemos por tal la modificación consistente en salirnos del universo de la exclusividad para recaer en ámbitos susceptibles de incluir, sin problemas de legalidad ni de tipología, diversas actividades, no necesariamente homogéneas. Más difícil parece, por el contrario, mantener la actividad cuyo desempeño requiera un objeto social exclusivo y añadir, mediante la oportuna modificación estatutaria, otra u otras ajenas a la órbita propia de la exclusividad, siempre que, claro está, no sean meros instrumentos a su servicio.
Todas estas consideraciones, merecedoras de muchos matices que la estricta economía de “El Rincón de Commenda” no permite, bullían en mi cabeza tras la lectura de la resolución de la Dirección General de los Registros y del Notariado de 25 de julio de 2018 (BOE de 4 de agosto), relativa, precisamente, a un supuesto de hecho en el que se puso en juego el objeto social exclusivo. Y el asunto se desencadenó con motivo de una reforma estatutaria, según la cual una determinada sociedad de responsabilidad limitada pretendía configurar ampliamente su objeto social a través de la adición de una actividad referida a “la producción, venta, distribución y comercialización de toda energía solar”. Asunto no del todo coincidente, por tanto, con el de las sociedades profesionales, antes mencionadas, sin perjuicio de la igualdad entre ellas y las operativas en ciertas vertientes del sector eléctrico en lo que atañe a la exigencia del objeto social exclusivo.
Presentada, por lo demás, la escritura en el Registro mercantil, el registrador rechazó su inscripción alegando que, conforme a lo dispuesto en el art. 12 de la Ley 24/2013, de 26 de diciembre, del Sector Eléctrico, “las sociedades mercantiles que desarrollan las actividades de transporte y distribución de energía eléctrica deberán tener como objeto exclusivo el desarrollo de las mismas, sin que puedan, por tanto, realizar actividades de producción, de comercialización o de servicios de recarga energética, ni tomar participaciones en empresas que realicen esas actividades”. Interpuesto recurso, el Centro directivo lo desestimó, confirmando la calificación impugnada.
La resolución es sumamente escueta, casi brevísima, y en ella la Dirección General se limita a transcribir algunos artículos de la mencionada Ley 24/2013, con arreglo a los cuales se perfila, entre nosotros, el conjunto de actividades susceptibles de ser prestadas en el sector eléctrico, a la vez que se delimita, alrededor, en esencia, de la categoría “sociedad mercantil”, el presupuesto subjetivo de su aplicación. No es este el lugar para detenerse en el análisis de tales cuestiones, cuyo tratamiento, por otra parte, ha dado lugar en fechas recientes a controversias de distinto alcance, dentro de un mercado, como el eléctrico, verdaderamente esencial en el contexto de las prestaciones relativas a un bien de interés público.
Merece la pena señalar, en todo caso, que el Centro directivo, siguiendo fielmente la letra de la Ley 24/2013, separa nítidamente las actividades que habrían de prestarse, en su caso, por las sociedades mercantiles con arreglo al esquema del objeto social exclusivo (transporte, distribución y operación del sistema), de las que no presuponen tal requisito (producción, comercialización o servicios der recarga energética). En el supuesto de hecho examinado nos encontrábamos, precisamente, ante una sociedad que pretendía integrar en su objeto “tanto la actividad de distribución de energía, actividad regulada y sujeta al régimen de separación de actividades, como otras actividades ajenas al sistema eléctrico”. Y la conclusión, así, no puede ser otra que la desestimación del recurso.
No cabía razonablemente otra respuesta y la Dirección General la ofrece con una llamativa limitación de medios expresivos, por lo que me permitirá el lector que añada un breve OTROSÍ, derivado de la lectura íntegra de uno de los preceptos citados en la resolución (el art. 12), cuyo apartado segundo alude con singular detalle a la figura del grupo de sociedades y a su incidencia en el problema enjuiciado. No me detendré en ese extenso apartado, que permite matizar el estricto carácter de la imposición del objeto social exclusivo. Sí recomiendo su detenida lectura, donde la expresión, no demasiado precisa del legislador, invita a pensar, en ocasiones, que el grupo (de sociedades, y también empresarial, pues la terminología, como la luz en momentos de intensa tormenta, es oscilante) disfruta de personalidad jurídica.
Pero, además, y ya termino, encontramos alusiones interesantes a la “capacidad de decisión efectiva” de las sociedades integradas en el grupo, así como al margen de maniobra del grupo “empresarial” en punto a las instrucciones que podría, o no, impartir a las “sociedades que realicen actividades reguladas”. En suma, un repertorio de cuestiones que enlazan con aspectos esenciales del Derecho de grupos y cuya consideración quizá pudiera ser transportada, distribuida o incluso comercializada a otros sectores económicos, eso sí, con los naturales ajustes.