No hay reforma legislativa, por breve que sea, intrascendente; se entiende, así, que la Ley 5/2021, no precisamente breve, traiga aparejados, con sus muchos y diversos cambios legislativos, problemas de todo orden. Como esta sección encuentra su sentido de manera predominante, aunque no exclusiva, en el tratamiento de las materias societarias, centraré mi atención, como en el commendario anterior, en las modificaciones, amplias, diversas y, en algunos casos, profundas, de la LSC.
Dije la semana pasada, y conviene recordarlo, que, en la dimensión puramente societaria, la Ley 5/2021 es un ejemplo más de la divisa que nos acompaña desde el ingreso de España en la Unión europea, es decir, reforma y adaptación, en este orden, consagrado por el enunciado literal de la Ley 19/1989, aunque seguramente sería más correcto el contrario. Al fin y al cabo, el elemento desencadenante del cambio legislativo se sitúa en el Derecho de la Unión europea, cuyas normas básicas, en este caso la directiva 2017/828, han de ser recibidas por los Estados miembros; cumplida esta obligación, por la pertenencia al club europeo, se abre el turno para la libre voluntad de los legisladores nacionales, siempre celosos de su posición “demediada” frente al legislador comunitario, con tal de que su afán innovador no altere el estado de cosas derivado de la armonización de los ordenamientos nacionales a la que se encaminan las directivas.
Tenemos cuantiosos ejemplos en el Derecho español de sociedades de la voluntad reformista de nuestro legislador; algunos de ellos, tal y como ya apreciamos en el commendario precedente, no son precisamente irrelevantes. En el contexto de la acumulación de intereses presente en la Ley 5/2021, y a la que me referí la semana pasada, intentando destacar su potencial relieve y, por qué no, su no menos notoria conflictividad, ha de inscribirse este commendario, que toma como referencia fundamental el art. 231 bis LSC, precepto totalmente nuevo, que puede ser visto, en una primera aproximación, como un paso más, no sé si decir modesto o singular, del siempre incipiente Derecho de grupos entre nosotros.
Se trata de un precepto cuya adopción, como se advierte en la exposición de motivos de la ley que nos ocupa, aparece justificada por la propia dicción de la directiva. Sobre esa base, nuestro legislador ha dado un paso adelante…a favor del grupo, en línea con alguna otra norma de la propia LSC, como es, a mi juicio, el art. 107, 1º LSC, en sede de transmisión voluntaria por actos inter vivos de las participaciones sociales. Ello se debe a que, como afirma la exposición de motivos de la Ley 5/2021, las operaciones intragrupo, constituyen un elemento indispensable “para facilitar la economía y la planificación estratégica de los grupos”, lo que justifica su tratamiento singular, desligado de las operaciones vinculadas y extendido a todas las sociedades de capital, más allá de las cotizadas, que se lleva a cabo en la norma en estudio.
Ese paso favorable al grupo que ahora da el legislador tiene, no obstante, sus matices, en buena medida derivados del enunciado literal del propio art. 231 bis LSC, cuya relativa extensión, y la abundante presencia de ciertos meandros expresivos, obliga al intérprete a una hermenéutica cuidadosa. No es este el lugar adecuado para afrontar esa tarea, necesitada, para llevarse a cabo con el imprescindible rigor, de un tiempo más que considerable; por tal motivo, y dando continuidad a las ideas expuestas en el commendario precedente sobre el “enriquecimiento” de los intereses en presencia, merced a la incorporación del interés de la empresa, me centraré en una fórmula, reiterada en el precepto, y que refleja la diversidad de intereses, precisamente situados en relación conflictiva.
Hablamos, así, de la aprobación de las operaciones “que celebre la sociedad con su sociedad dominante u otras sociedades del grupo sujetas a conflicto de interés”. No se trata de desentrañar, por tanto, el régimen de esa aprobación y el órgano, en su caso, competente; el asunto se sitúa, más bien, en el hecho de que las operaciones en cuestión estén “sujetas” a conflicto de interés, como consecuencia –así me lo parece- de que las sociedades involucradas en ellas pertenezcan a un grupo. Del grupo, evidentemente jerárquico, dado el tenor literal de la norma, habla, con parquedad, el art. 18 LSC, que, sin perjuicio de su remisión al art. 42 C. de c., circunscribe el supuesto al grupo de sociedades, idea en la que persiste el propio art. 231 bis LSC, sin remitirse a aquél, cosa, en principio, innecesaria, como es bien sabido.
Resulta conflictiva, no obstante, la idea del conflicto de interés, al margen del elemental juego de palabras que acabo de hacer. Y sucede tal cosa porque está por determinar cuáles sean los intereses en conflicto, ya que la norma nada señala al respecto, dejando al margen, claro está, el posible conflicto que afecte a administradores y socios. Se dirá que esta observación por mi parte resulta superflua, dado que, según el enunciado normativo, reforzado, además, por una discreta mención contenida en la exposición de motivos, parece que se trataría única y exclusivamente del interés de la sociedad, en principio filial o dependiente, y el de su dominante, sin perjuicio de que también puedan entrar en liza, según los casos, el interés de alguna o algunas sociedades del mismo grupo.
No es discutible, desde luego, el hecho de que los intereses respectivos de dominante y dependiente puedan entrar en conflicto, el llamado “conflicto del grupo”, si bien no parece que estemos ante una consecuencia ineludible por el solo hecho del dominio o, mejor, por la integración de ambas sociedades en un determinado grupo. Este criterio es importante porque, de aceptarse, como creo que procede, dado que el grupo no es per se una estructura empresarial de peligro, se produce una primera restricción al ámbito, aparentemente universal, de aplicación del precepto. De este modo, en el funcionamiento de los grupos, la necesidad de llevar a cabo la aprobación requerida, como consecuencia de que se haya realizado una operación “conflictiva”, será, tal vez, un requisito no frecuente, sin perjuicio, además, de las propias medidas de excepción que contiene el art. 231 bis LSC.
A la hora de hablar de posibles restricciones en punto a la aplicación de la norma citada, no se puede ignorar la establecida por el propio legislador en la exposición de motivos, al excluir del ámbito de vigencia del art. 231 bis LSC las operaciones “entre sociedades íntegramente participadas”. Esta expresión, con todo, no resulta formalmente adecuada, porque, si no me equivoco, en la mens legislatoris no se trata sólo de contemplar las operaciones cuyos protagonistas sean únicamente las sociedades de dicho carácter, sino también aquellas concluidas entre la sociedad íntegramente participada y la sociedad titular de su íntegro capital.
En cualquier caso, no es seguro, sin embargo, que la sucinta delimitación que se viene haciendo dé cuenta precisa de todos los intereses en conflicto; está por ver, en primer y fundamental lugar, si y en qué medida tiene algo que ver con esa situación conflictiva el interés del grupo. Que la norma no lo mencione y que tampoco se diga nada al respecto en otros preceptos de nuestro Derecho positivo sobre la empresa de grupo, nada dice en contra de su existencia, su contenido y, lo que es más importante, su operatividad. A tal efecto, bastará con recordar la STS 695/2015, de 11 de diciembre, fallo por tantos conceptos importante, que, entre otras cosas, reconocía explícitamente la realidad de la magnitud que ahora nos ocupa, sin situarla, por ello, en una posición inexpugnable frente a los intereses singulares de las sociedades del grupo.
Podrá decirse, como en su día manifestó Rafael Manóvil, el gran jurista argentino, reconocido experto en la materia, que no cabe hablar de un interés del grupo ante la falta de personalidad jurídica de esta singular modalidad de organización de la empresa. Aunque esta idea tiene su fundamento, no creo que sea irrebatible, ya que, frente a un cierto formalismo jurídico, ha de tenerse en cuenta la realidad de los hechos ante los que nos sitúa el dinamismo de la actividad empresarial; y ello, claro está, sin perjuicio de reiterar, una vez más, la inconveniencia de postular el entendimiento intangible y unitario de la categoría “personalidad jurídica”, tal y como todavía sigue sugiriendo lo dispuesto en el art. 116 C. de c.
No parece posible, por otra parte, sostener sic et simpliciter que el interés del grupo sea, sin más, el interés de la sociedad dominante, como en numerosas ocasiones se ha afirmado. Es indudable, por supuesto, que, en los grupos jerárquicos, sobre todo en los muy centralizados, esa correlación podrá tenerse por sustancialmente cierta; no sucederá lo mismo, en cambio, en los grupos descentralizados, quizá los más frecuentes, donde, por su propia naturaleza, resulta notoria la existencia de un margen, desde luego variable, de comportamiento empresarial autónomo por parte de las sociedades dependientes.
En tales casos, y así lo pienso desde hace tiempo, el interés del grupo debería identificarse con el interés de la empresa de grupo, circunstancia ésta que, sin aclarar definitivamente el fondo del problema, sirve no sólo para evitar la contraposición permanente entre los intereses de las sociedades del grupo, sino también para mostrar que no se trata de magnitudes incomunicadas y ajenas, necesariamente, y que, por lo tanto, muestras conexiones frecuentes entre ellas; por tanto, y por segunda vez, la presencia de un nuevo interés, no contemplado por la norma en estudio, permitiría restringir su ámbito de aplicación.
Para concluir este commendario, y sin olvidar, como en seguida se verá, el tema central del mismo, es decir, el de los intereses en posible conflicto a propósito de lo dispuesto en el art. 231 bis LSC, considero oportuno destacar que la norma habla, sin ningún matiz, de “sociedad”, bien dominante, bien dependiente, como entidad jurídica afectada por el citado precepto. Qué deba entenderse por tal término, no es algo obvio, a pesar de la aparente nitidez del término en cuestión; hay un primer factor significativo para obtener la respuesta pertinente y es el derivado de la inclusión de la norma en la LSC, por lo que, quizá, deberíamos pensar de manera exclusiva en sociedades de capital, teniendo en cuenta, por otra parte, que el art. 18 LSC, para determinar el concepto de grupo de sociedades, sitúa la remisión al art. 42 C. de c. en un preciso contexto, es decir, “a los efectos de esta Ley”.
Y tal vez por este motivo, podría afirmarse una cierta especialidad de la LSC frente a la regulación codificada, debido al carácter predominantemente contable de esta última, como ha afirmado, respecto de una cierta doctrina, el Tribunal Supremo en algún pronunciamiento relevante. No es seguro, sin embargo, que esta interpretación sea del todo razonable, teniendo en cuenta que en ciertas ocasiones la sociedad dependiente tendrá como dominante no a una sociedad de capital, sino, por ejemplo, a una sociedad mercantil personalista o, quizá con mayor probabilidad, a una sociedad cooperativa. El art. 231 bis LSC, entendido como referencia exclusiva de las sociedades de capital, resultaría así inaplicable en relación con algunos supuestos, lo que situaría a los grupos afectados en una situación no precisamente favorable, en contra de lo pretendido por la Ley 5/2021, de acuerdo con el criterio de política jurídica antes expuesto.
El asunto se nos puede complicar todavía más, si la entidad dominante, en vez de ser una sociedad, con independencia ahora de su “apellido”, es, por ejemplo, una fundación. Aquí el problema hermenéutico es de mayor relieve, por la naturaleza esencialmente institucional de esta persona jurídica, y desprovista de base asociativa, como es bien sabido. Con el supuesto que acabo de mencionar, por lo demás, no se alude a una situación hipotética o a un ejemplo escolar; son diversos los casos, algunos de gran relieve, en los que la entidad dominante del grupo resulta ser, precisamente, una fundación.
No sé si, de nuevo, sería procedente invocar la consabida “reducción teleológica”, teniendo en cuenta, por otra parte, la voluntad del legislador de favorecer la dinámica propia de los grupos como empresas policorporativas, no necesariamente integradas de manera exclusiva por sociedades. En el supuesto ahora considerado la complicación ascendería a cotas todavía mayores, pues a los diversos intereses presentes y pretendidamente conflictivos habría que añadir el interés general que, por su propia naturaleza, han de perseguir las fundaciones en nuestro Derecho. ¿Hay quien dé más?