A diferencia de otros ordenamientos jurídicos, no ha sido frecuente que, entre nosotros, se haya alterado sustancialmente el cuadro, a la vez heredado y disponible, de figuras para la titularidad y el ejercicio de actividades económicas organizadas en el mercado; con esta fórmula estoy pensando en los supuestos generales o, como también se ha dicho entre nosotros, de carácter universal, es decir, no afectados por circunstancias específicas derivadas del objeto desarrollado o de la dimensión concreta de la empresa. En estos casos, como es bien sabido, contamos con un amplio repertorio de personas jurídicas de base asociativa que suelen agruparse bajo la descomprometida fórmula “sociedades especiales”.
Fuera de este amplio y heterogéneo catálogo de figuras, seguimos siendo tributarios de la disciplina contenida en el art. 1 del vigente Código de comercio, mediante su consabida distinción entre el comerciante individual, de un lado, y las sociedades mercantiles, de otro. Que hoy prefiramos hablar de empresario en lugar de comerciante, cosa que también hace en ocasiones el propio Código, no cambia en modo alguno el significado de esa regulación, al margen, claro está, de las múltiples orientaciones que por caminos diversos han intentado ampliar, sobre todo por la vía de hecho, el catálogo de supuestos susceptibles de ser calificados con el término empresario.
Con todo, no podemos ignorar algunas “invenciones tipológicas”, si vale el calificativo, todas ellas producidas, por otra parte, en nuestro actual siglo. Me refiero, en particular, a ciertas figuras especializadas dentro del ámbito genérico de la sociedad de responsabilidad limitada: algunas, de vida no larga, como la recientemente suprimida sociedad limitada nueva empresa; otras, de existencia efímera, como la sociedad limitada de formación sucesiva, quizá todavía persistente, eso sí de manera subterránea, paradójica, y despojada de su nombre, a la vista de algunas formulaciones contenidas en el art. 4 LSC, tal y como ha quedado redactado tras la reforma llevada a cabo por la Ley 18/2022.
Para dar una imagen completa de lo pretendido por el “legislador-inventor”, no obstante, resulta indispensable prestar atención a la Ley 14/2013, de 27 de septiembre, de apoyo a los emprendedores y su internacionalización. Entre las muchas cuestiones abordadas por dicha norma -no diremos ahora si de manera correcta o desacertada-, y tras diversas depuraciones experimentadas por su contenido, con la contribución, entre otras, de la Ley 18/2022, de 26 de septiembre, de creación y crecimiento de empresas, se encuentra la figura del emprendedor individual de responsabilidad limitada. Mediante ella, y desde la óptica propia del presente commendario, se habría conseguido en nuestro Derecho establecer una modulación tipológica, no sabría decir si tímida o valiente, en el ámbito de la persona física titular de una actividad económica organizada en el mercado.
No es el momento de profundizar en el análisis del régimen establecido para este sujeto, dudosamente original, al menos en su concepción técnica, teniendo en cuenta la existencia de algunos relevantes precedentes doctrinales y también de la regulación en otros ordenamientos de una figura similar, con todo el cuidado que debe aplicarse al utilizar dicho calificativo. El caso es que, más allá de la estimación de su tratamiento y de la también dudosa terminología utilizada, cabía afirmar hasta fecha reciente que esta nueva innovación tipológica no terminaba de llegar a la realidad, a la vista de su muy escasa constancia registral. Parece, entonces, que tampoco en este caso habría conseguido el legislador-inventor el éxito buscado, a pesar del atractivo que sin duda representa la limitación de responsabilidad atribuida al sujeto en estudio.
Sin que resulte completamente errado este juicio, la resolución de la Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública de 26 de septiembre de 2022 (BOE de 27 de octubre) obliga, cuando menos, a matizarlo por cuanto en la misma se contempla la figura que nos ocupa y, además, por partida doble. Al mismo tiempo, y dentro de lo que constituye la reflexión doctrinal sobre las cuestiones de tipicidad y tipología, la mencionada resolución resulta también de interés por cuanto en ella se plantea la posibilidad, luego rechazada por el Centro directivo, de lo que cabría denominar un supuesto atípico de emprendedor de responsabilidad limitada.
El asunto que dio motivo a la resolución resulta fácil de exponer, pues todo parte del deseo de dos personas físicas de inscribirse en el Registro mercantil como emprendedores de responsabilidad limitada, presentándose como “autónomos societarios” y ejerciendo la correspondiente actividad económica no de manera directa y en su propio nombre, sino a través de sociedades administradas por ellas. El registrador mercantil calificó negativamente dicha pretensión, sin inscribir en el Registro, por tanto, el acta presentada al efecto. Recurrida esta calificación por las personas físicas interesadas, con aportación añadida, en la línea argumental del recurso, de un específico escrito por el notario autorizante de la indicada acta, la Dirección General desestimó el recurso, confirmando dicha calificación.
Antes de exponer los oportunos argumentos, el Centro directivo, dentro de la resolución que nos ocupa, considera pertinente aludir a la noción (“autónomos societarios”) bajo la cual se autodesignaron los otorgantes del acta a fin de conseguir su inscripción registral como emprendedores de responsabilidad limitada. En tal sentido, se advierte que dicha fórmula “no se corresponde con un concepto legalmente reconocido en el ámbito del derecho privado”; se trata, más bien, de “una locución alumbrada en el entorno administrativo de la legislación de Seguridad Social para aludir a quienes ejerzan funciones de dirección y gerencia, o presten otros servicios para una sociedad de capital, a título lucrativo y de forma habitual, personal y directa, y posean además, el control efectivo, directo o indirecto, de la compañía”.
Sin perjuicio, entonces, de que tales personas deban quedar obligatoriamente incluidas dentro del régimen especial que para los trabajadores por cuenta propia tiene prevista la Seguridad Social, resulta evidente, en el sentir de la Dirección General, que el significado de la expresión “autónomo societario”, utilizada en el presente expediente, “se agota en la adscripción al régimen de los trabajadores autónomos”.
Tras este pórtico, sin duda elocuente y, a la vez, notoriamente revelador del sentido de la resolución en estudio, se extiende el Centro directivo en el análisis de ciertos aspectos esenciales de la Ley 14/2013, comenzando por el propio término “emprendedor”. Una vez expuesta la definición que de tal figura da la mencionada norma, se nos dice, que el texto legal transcrito revela una determinada “representación mental”, sobre cuya base vendría a insertarse la noción de emprendedor dentro de la categoría de los comerciantes, de acuerdo con lo que se advierte en el art. 1 C. de c., al que antes hemos hecho referencia.
Si esto fuera así, y no hubiera algún planteamiento añadido, la figura del emprendedor carecería de sentido y no habría razón ni fundamento para establecer un específico régimen sobre la misma. No es este el caso, pues, entre otras cosas y como advierte la Dirección General, “la terminología empleada persigue incorporar al concepto genérico de emprendedor a los agricultores, ganaderos, artesanos o profesionales, sectores de actividad que, por herencia histórica, han venido ubicándose fuera del ámbito del Derecho Mercantil”.
Y aunque la categoría de emprendedor puede ser “conseguida” tanto por personas físicas como jurídicas, tal y como señala el art. 3 de la Ley 14/2013, resulta indudable para el Centro directivo que es el emprendedor persona física, “es decir, el que ejerce la actividad en su propio nombre, quien puede limitar su responsabilidad por las deudas que traigan causa del ejercicio de su actividad empresarial o profesional mediante la adquisición de la condición de <<emprendedor de responsabilidad limitada>>”, lo que exige, en todo caso, la constancia de este sujeto en el Registro mercantil. De este modo, en la hoja que a tal efecto se abra, habrá de constar necesariamente la “indicación del activo no afecto a la responsabilidad en los términos especificados en la ley”.
Dado que los propios recurrentes, reconocieron, tanto en el acta otorgada como en el correspondiente recurso, que “ejercen su actividad a través de sociedades que ellos administran”, resulta inevitable concluir que “no tienen la condición de emprendedores”, por lo que la Dirección General, según ya sabemos, decidió desestimar el recurso.
No puede sorprender este resultado a la luz de lo dispuesto en la Ley 14/2013 a propósito del emprendedor individual de responsabilidad limitada, aunque sea posible formular, como en seguida haré, alguna reflexión al respecto. Con todo, menos seguro es que quepa prescindir de la denominación “emprendedor” a la hora de califica a los sujetos cuya libre determinación dio origen al expediente examinado. Y ello, desde luego, por el hecho de que no conviene “seguir al legislador como definidor”, al menos de manera estricta, como tantas veces se comprueba en la práctica jurídica y expuso, con su característico acierto, el profesor Girón Tena.
Conviene tener en cuenta, además, la circunstancialidad de la categoría en estudio, cuyo relieve, podríamos decir “social”, no se ha visto correspondido por una importancia equivalente desde el punto de vista jurídico, tanto en lo que se refiere a la misma regulación establecida al efecto, como a su trascendencia práctica. La consecuencia de tales extremos obliga, en mi criterio, a proceder de manera sumamente cautelosa, sobre todo con motivo de su manejo en vía aplicativa. Por ello, no termino de ver con claridad la interpretación exclusiva y estricta que el Centro directivo ha llevado a cabo en la resolución que nos ocupa; lo digo, en particular, por lo que se refiere a la conversión de la Ley 14/2013 en el único texto relevante a los efectos del supuesto de hecho, entendido, por otra parte, al margen de instituciones equivalentes o, cuando menos, cercanas, existentes en otras disciplinas jurídicas, como sucedía, en la presente ocasión, con los “autónomos societarios” dentro del régimen normativo de la Seguridad social.
No incurriré en la tendencia, tan habitual en otras décadas, de postular una absoluta unidad del ordenamiento jurídico, a la vista, como es notorio, del desarrollo singular de tantos sectores del mismo mediante la habitual, y con frecuencia lamentable, “legislación motorizada” que nos abruma. Del mismo modo, me parece rechazable el punto de vista contrario, que ve a los distintos sectores del Derecho como compartimentos estancos, carentes de toda relación entre sí, salvo en aquellos casos en los que así lo reclame imperiosamente la situación de intereses o, con mayor intensidad todavía, la justicia material.
Más razonable parece, en cambio, la búsqueda, entre la frondosa selva normativa del presente, de las afinidades que pudieran existir entre figuras solo alejadas entre sí por su adscripción a una diversa rama del Derecho. La “lógica de los vasos comunicantes”, que aquí se postula, no viene movida por un mero afán clasificatorio o, al menos, erudito; se trata, más bien, de evitar valoraciones distintas e incluso antagónicas de supuestos institucionales equivalentes –o, cuando menos, “emparentados”- a fin de llevar a cabo un tratamiento sustancialmente homogéneo de los mismos, única forma, en mi criterio, de “dar a cada uno lo suyo”, trayendo a colación, una vez más, el conocido enunciado de Ulpiano.
En el presente caso, cabría hablar, a priori, y como sugería al inicio de este commendario, de un supuesto atípico en el marco de la figura del emprendedor (y, más precisamente, del que aspira a tener responsabilidad limitada), susceptible de facilitar el ejercicio indirecto de la actividad económica por parte de los sujetos otorgantes del acta. Al margen de lo que tanta frecuencia sucede en la realidad, dentro de dicho ámbito, como pone de manifiesto el variado fenómeno de los vínculos de integración de empresas, disponemos en nuestro Derecho de un reconocimiento expreso del ejercicio indirecto de la actividad económica organizada en el art. 2 de la Ley 2/2007, de 15 de marzo, de sociedades profesionales. No sería lógico, por ello, elevar una reserva genérica frente a tal posibilidad, sin perjuicio de que se buscaran fórmulas para evitar la distorsión de las instituciones jurídicas y, sobre todo, el perjuicio de terceros, a la vista, en nuestro caso, de la pretensión de conseguir la siempre deseable responsabilidad limitada.
Concluyo ya con estas reflexiones mediante las cuales no he pretendido criticar el resultado de la resolución examinada, sino, más bien, incitar al análisis sistemático y de contenido en torno a las instituciones jurídicas contempladas en nuestro ordenamiento de manera separada, a pesar de su, en ocasiones, más que notorio parentesco. Y he querido hacerlo en recuerdo de un gran mercantilista, recientemente fallecido, el profesor Eduardo Polo Sánchez, catedrático que fue, durante muchos años, de la Universidad de Barcelona, y antes de la de Málaga. El profesor Polo emprendió muy diversos caminos en el tratamiento de las instituciones jurídico-mercantiles, llegando a resultados relevantes y meritorios, algunos de los cuales brillan con especial fuerza dentro del Derecho de sociedades, sobre todo en lo que atañe al estatuto jurídico de los administradores sociales. Su recuerdo estimula el emprendimiento intelectual, del que aquí, modestamente, he llevado a cabo una mera aplicación.