Uno de los elementos esenciales del Derecho privado o, si se prefiere una denominación menos enfática, uno de sus tópicos predominantes es el de la libertad contractual. Con esta u otras fórmulas (desde autonomía de la voluntad hasta autorregulación) se quiere destacar, como es bien sabido, el poder que las partes de una relación jurídica tienen respecto de su contenido y, de manera previa, respecto de su propia articulación creativa como (nueva) figura jurídica. Son suficientemente conocidos los preceptos que, en los diversos campos del Derecho privado, sitúan y configuran dicho poder; bastará con recordar ahora, por lo que al Derecho de sociedades de capital se refiere, lo dispuesto en el art. 28 LSC, precepto más aludido que interpretado (otra cosa es que su hermenéutica sea fácil) cuando se intenta delimitar el alcance de la libertad contractual en su ámbito.
Es sabido también que su invocación adquiere en demasiadas ocasiones una dimensión retórica, incluso entre sus más fervientes partidarios, lo que dificulta significativamente el análisis de su posible operatividad y su encaje dentro del ordenamiento, pues de la misma forma que no hay poderes (públicos) exentos, aunque la realidad muestre con frecuencia lo contrario, tampoco los debe haber en la esfera privada. La exactitud de esta afirmación no impide añadir de inmediato que el libre despliegue de la libertad contractual constituye un elemento clave para la adecuada puesta en práctica del Derecho de sociedades y que, por tal motivo, ha de recibir la tutela correspondiente. No es fácil, sin embargo, que ese ajuste entre las posibilidades potenciales y la realidad efectiva (aunque la realidad sea ya una forma de posibilidad, según enseñaba la Fenomenología y recordó con frecuencia Ortega) se lleve a cabo con rapidez y de manera convincente para todos los actores y supervisores operativos en el campo de las sociedades. Por lo que la traslación de lo que autónomamente se pueda concebir al terreno de juego societario constituye un proceso complejo de resultados muchas veces inciertos.
Viene a cuento todo este exordio, cuya carga retórica yo también lamento, a propósito de la resolución de 15 de noviembre de 2016 (BOE de 2 de diciembre) de la Dirección General de los Registros y del Notariado, en el que la libertad contractual, precisamente reflejada en una cláusula estatutaria sobre transmisión inter vivos de participaciones sociales, constituye su núcleo básico. En dicha cláusula se reconocía a los socios y, en su defecto, a la sociedad un derecho de adquisición preferente cuyo ejercicio, en su caso, tendría lugar “por el valor razonable de las participaciones de cuya transmisión se trate, que será el menor de los dos siguientes: el precio comunicado a la sociedad por el socio transmitente, o el valor contable que resulte del último balance aprobado por la Junta. En los casos en que la transmisión proyectada fuera a título oneroso distinto de la compraventa o a título gratuito, el valor razonable coincidirá con el valor contable que resulte del último balance aprobado por la Junta”.
Presentada a inscripción dicha cláusula, aprobada por unanimidad, en el marco de una reforma estatutaria que se acordó en una junta universal, el registrador mercantil emitió calificación negativa por entender que la admisión del valor contable podía vulnerar el derecho del socio transmitente a obtener el valor razonable de sus participaciones sociales apreciado el día en que se hubiera comunicado a la sociedad el propósito de transmitir [art. 107, 2º, d) LSC]. Interpuesto el correspondiente recurso, la Dirección General lo admite, revocando la calificación impugnada.
Parte la resolución del carácter cerrado de la sociedad limitada como elemento que justifica la existencia natural de restricciones a la transmisibilidad de las participaciones sociales. Seguidamente se extiende sobre el significado que quepa atribuir al valor razonable, entendido como valor de mercado, en el contexto de una sociedad, como la limitada, donde no existe propiamente un mercado de participaciones sociales; tal cosa justifica (como en el caso de las anónimas cerradas) que, en esta materia, sólo pueda hablarse de “aproximaciones o juicios razonables”, según se indicó en la resolución del ICAC de 23 de octubre de 1991.
Dada esta circunstancia, y teniendo en cuenta que las restricciones en materia de transmisión inter vivos de las participaciones sociales son consustanciales a la sociedad limitada, debe afirmarse, de inmediato, que la disciplina del art. 107 LSC, como es bien sabido, tiene carácter supletorio; así, el jurista habrá de partir del régimen estatutario que, en su caso, haya podido establecerse, sin perjuicio, claro está, de los límites o prohibiciones legales existentes al respecto. Y la cláusula objeto de examen, como nítidamente se afirma por la DGRN, no queda afectada por tales obstáculos, sin que pueda alegarse, por otra parte, lo dispuesto en el art. 123.6 RRM, que no permite la inscripción de “las restricciones estatutarias que impidan al accionista obtener el valor real de las acciones”. Ello es así, a pesar de que el propio Centro directivo en su resolución de 4 de mayo de 2005, afirmó la necesidad de respetar “el principio de responder o buscar el valor real o el valor razonable”, a propósito de una sociedad limitada.
Pero, con la misma intensidad, la resolución de 2 de noviembre de 2010 dio el espaldarazo a cláusulas restrictivas de la transmisión de participaciones en las que el valor establecido no coincidía con el valor razonable determinado por el auditor de cuentas, “por entender que no rebasan los límites generales de la autonomía de la voluntad”, de acuerdo con lo establecido en el Código civil y en el art. 28 LSC. Y, a renglón seguido, la presente resolución afirma que la admisión de privilegios en lo que atañe a los derechos económicos derivados de las participaciones sociales implica el reconocimiento de cláusulas como la que ahora nos ocupa, con los límites generales, eso sí, “derivados de la prohibición de pactos leoninos y perjudiciales para terceros”.
Tampoco la cláusula en cuestión puede considerarse como una prohibición indirecta de disponer, “pues no impide <<ex ante>> y objetivamente obtener el valor razonable o un valor que sea más o menos próximo a aquél según las circunstancias y los resultados de la sociedad así como del hecho de que se hayan retenido o no las ganancias”. En el caso de que el derecho de adquisición preferente fuera ejercitado por la sociedad, la cuestión tendría otros perfiles, puesto que han de rechazarse, como la DGRN indicó en su resolución de 28 de enero de 2012, “todos aquellos sistemas de tasación que no respondan de modo patente e inequívoco a las exigencias legales de imparcialidad y objetividad”. Pero como tal matiz no se manifestó en la calificación impugnada, ha de quedar fuera de la resolución en estudio.
El interés de la presente resolución está fuera de toda duda y muestra, a mi juicio de manera relevante, la dificultad de llegar a un resultado satisfactorio cuando se trata de analizar la validez de cláusulas estatutarias derivadas del ejercicio firme de la libertad contractual. Ese camino bien puede calificarse de espinoso, pues obliga no sólo a separar el trigo de la paja, sino que supone inevitablemente la necesidad de eliminar aquellos elementos, que como incómodas espinas, jalonan la trayectoria de la autonomía de la voluntad. Es evidente que no se trata de dar cauce a las meras ocurrencias, en ocasiones encubridoras de graves inconvenientes para otros sujetos e intereses dignos de protección; pero también ha de resultar notoria la necesidad de facilitar la aplicación de lo libremente convenido, cuando, además de respetar los límites legales, vea reforzada su consistencia jurídica por el apoyo unánime de los socios. ¡Feliz Navidad!
José Miguel Embid Irujo