Aunque el pronóstico sobre el futuro es una empresa siempre ardua y, a la vez, de difícil asunción por el jurista, atado inevitablemente a la vigencia incondicional del Derecho positivo, hay razones para sostener que la reforma de la LSC llevada a cabo por la Ley 31/2014 va a ser el punto de referencia obligado durante bastante tiempo para quienes se ocupan del Derecho de sociedades de capital. La amplitud del cambio legislativo y las numerosas vertientes afectadas por la reforma así lo permiten concebir, siendo los modestos “commendarios” que aquí se van publicando un efecto indudable de su destacado relieve. En el presente caso, me gustaría llamar la atención respecto de dos extremos, presentes ambos, con diversa expresión, en la Ley 31/2014, y cuya convivencia no parece fácil. Me refiero, de un lado, al evidente propósito de garantizar la estabilidad societaria que se deduce de muchos de los preceptos ahora reformados, a pesar de que el legislador ha pretendido, del mismo modo, reforzar la posición jurídica de los socios. Sin tiempo ni espacio para enumerar tales preceptos, quizá dicha finalidad se aprecie con especial relieve en el tratamiento de la impugnación de acuerdos sociales, de un lado, y en la expresa admisión de la tutela de la discrecionalidad empresarial, por otro.
Cuando esa identidad de objetivos ha de trasladarse a la concreta regulación positiva, nos encontramos, también en ambos casos, con una llamativa presencia de conceptos jurídicos indeterminados en las distintas normas aplicables. Así sucede, por ejemplo, en el art. 204, 1º, LSC, in fine, cuando el legislador intenta restringir la impugnabilidad judicial de los acuerdos sociales, y ha de recurrir a dichos arbitrios técnicos, con más frecuencia de lo que parecería lógico (“necesidad razonable”, “detrimento injustificado”). Lo mismo sucede en el art. 226 LSC, al fijar los requisitos que han de observarse para que la discrecionalidad empresarial merezca protección (“información suficiente”, “procedimiento de decisión adecuado”). Se trata de ejemplos puntuales, pero sumamente significativos, de la dificultad de trasladar los fines del legislador a palabras o expresiones de operatividad inmediata y que requieran, por eso mismo, escasa faena hermenéutica. Es posible que este designio sea, tanto en el pasado como en el presente, de compleja realización, teniendo en cuenta, además, que de conseguirse la claridad pretendida no quedará exento el jurista de averiguar, en contraste inmediato con la realidad práctica, el significado idóneo de la norma jurídica.
Llevando estas cautelas por delante, parece indudable que los ejemplos expuestos pueden suponer una cierta rémora para el cumplimiento efectivo de los fines del legislador. Y no, desde luego, porque crea equivocada la técnica empleada, bien estudiada, por otra parte, desde la perspectiva del Derecho público y de la Teoría general del Derecho, cuyas conclusiones sería del todo necesario tener en cuenta. Se trata, más bien, de que tanto el jurista, como, en su caso, el juez o el árbitro, están llamados a desarrollar una intensa actividad de interpretación, que, por su propia naturaleza, no puede desenvolverse en el aire, sino que ha de contar, como es natural, con los datos de realidad, pero también con los caracteres propios del Derecho de sociedades de capital en cuyo ámbito ha de situarse inexorablemente. Por tal motivo, no es seguro que el indudable propósito de favorecer la estabilidad societaria que las figuras aludidas llevan en su tratamiento pueda realizarse de una manera no sólo cómoda sino también satisfactoria.
A este respecto, conviene tomar en consideración los intereses implicados en ambos casos para darnos cuenta de que la presencia de los conceptos jurídicos indeterminados impide la aplicación “automática” de las normas consideradas, en el caso de que alguien considerara posible tal pretensión. Del mismo modo, es necesario reparar en que el propósito de determinar el núcleo básico del concepto jurídico indeterminado puede reobrar significativamente sobre la figura en cuya regulación se inserta; la cosa resulta de especial relieve en el caso de la tutela de la discrecionalidad empresarial, donde se aprecia de manera significativa la acusada tendencia de nuestro tiempo a convertir el Derecho de sociedades en un repertorio minucioso de procedimientos y protocolos, sin particular trascendencia sustantiva. Que la información de que deba pertrecharse el administrador haya de ser “suficiente” o que el procedimiento por el que adopte una decisión estratégica o de negocio revista el carácter de “adecuado”, obligan a quien deba aplicar el art. 226 LSC a un análisis de fondo, sin que sea posible contentarse, al menos en una primera fase de su vigencia, con la observancia formal de ciertos estándares. Y ello, en particular, porque el cumplimiento de tales requisitos, y de los restantes que aparecen en la norma citada, trae consigo, como presunción, una consecuencia jurídica de extraordinaria importancia: el cumplimiento del estándar de diligencia correspondiente a un “ordenado empresario” (nuevo concepto jurídico indeterminado) propio del administrador de una sociedad de capital.
Los ejemplos aducidos, y otros más que podrían traerse a colación, nos enseñan que, además del retorno del Derecho imperativo, la Ley 31/2014 aporta, no siempre con la corrección debida, eso sí, técnicas e instrumentos jurídicos característicos de la mejor tradición dogmática, que imponen al jurista la necesidad inexorable de contar con ellos, sin posibilidad de soslayarlos en beneficio de metodologías inadecuadas para su debido análisis.
José Miguel Embid Irujo