Son muchas las novedades que trae consigo el todavía reciente proyecto de ley de reforma del Texto refundido de la Ley concursal, elaborado, como es bien sabido, para adaptar nuestro ordenamiento a la directiva 2019/1023, de 20 de junio de 2019, sobre marcos de reestructuración preventiva, exoneración de deudas e inhabilitaciones, y sobre medidas para aumentar la eficiencia de los procedimientos de reestructuración, insolvencia y exoneración de deudas. Este largo título, de correspondencia estricta con su no menos extenso contenido, viene a traducir una cierta forma de entender la misión, si lo decimos con cierto “espiritualismo”, del Derecho que, tradicionalmente concursal, aspira a ordenar las diversas situaciones y grados de la crisis de los operadores económicos. Y, si se mira bien, quizá podría adivinarse, como elemento profundo y no del todo exteriorizado de esa directiva, el propósito de lograr, precisamente, la huida del concurso (o su conversión, si se quiere, en ultima ratio), anticipando el encauzamiento de las dificultades que el deudor, empresario o profesional, experimente en el ejercicio de su actividad, susceptibles de afectar a la posición jurídica de sus acreedores.
Ahí parece residir el propósito regulador inherente a la concepción y el establecimiento de los posibles “marcos de reestructuración preventiva” que el texto europeo promueve, precisamente para evitar la pérdida de valor que todo concurso supone, permitiendo a la vez la continuidad eficiente de los operadores económicos en dificultades, sin limitación de los medios utilizables a tal fin. Nuestro proyecto de ley resulta digno heredero de esa orientación, tal y como se pone de relieve, desde luego, en la muy profunda revisión llevada a cabo en la vigente normativa concursal, referida, en lo que resulta, a mi entender, más característico, al plano que convencionalmente denominamos preconcursal, mediante la regulación de los llamados “planes de reestructuración”.
Tales planes vienen a ser, entonces, el “marco de reestructuración preventiva” adoptado por el legislador, mediante el cual, por otra parte, se pone fin a la existencia de los institutos preconcursales vigentes hasta el momento, como son, según es sabido, los acuerdos de refinanciación y los acuerdos extrajudiciales de pagos. De todo ello se da cuenta en el detallado y, a la vez, flexible tratamiento normativo de los planes de reestructuración, sin perjuicio del notable, y quizá insólito, carácter explicativo que distingue a la muy extensa exposición de motivos que precede y, sobre todo, acompaña al proyecto.
Hará bien el lector en prestar detenida atención a las treinta páginas, de letra apretada, en las que se materializa dicha exposición. En ella encontramos reflexiones y argumentos genéricos, propios de una cierta “filosofía” del Derecho de la crisis, con alusiones minuciosas a la concreta disciplina de los distintos supuestos contemplados en el proyecto. Es de agradecer el singular esfuerzo desplegado en la elaboración de este preámbulo (aunque la palabra, por la extensión del texto que nos ocupa, quizá resulte inadecuada), si bien no resulta del todo clara, al menos en mi criterio, la razón para obrar de este modo.
Podría pensarse, desde luego, que la exposición de motivos viene animada por una decidida voluntad pedagógica, más necesaria que en otras ocasiones por la complejidad de la regulación proyectada y, sobre todo, por el indudable cambio que supone respecto de los fundamentos todavía notorios de buena parte de la vigente legislación concursal. El hecho de que en el texto refundido aparezca ya, con notable autonomía, un amplio tratamiento de la vertiente preconcursal no serviría del todo para invalidar esos criterios inspiradores, vinculados a una consolidada tradición histórica en la que el concurso de acreedores sería el centro del sistema.
Creo, más bien, que merced al proyecto que nos ocupa se pretende dar un paso decisivo en la reconstrucción y nueva sistematización del Derecho ordenador de la crisis de los operadores económicos del mercado, donde, en consonancia con el espíritu de la directiva 2019/1023, la clave de bóveda residiría en los marcos de reestructuración preventiva o, si se prefiere, en la vertiente preconcursal del problema. Los primeros párrafos de la exposición de motivos del proyecto abundan, precisamente, en este tipo de consideraciones, situando el centro organizativo de ese Derecho en la insolvencia, magnitud variable y elástica, susceptible de contemplarse en diferentes escenarios, por lo común sucesivos, y dotados a la vez de una intensidad variable.
Tal criterio nos permitiría hablar, por ello, de la insolvencia meramente probable, para cuyo tratamiento se configura precisamente la nueva, y en apariencia, exclusiva figura de los planes de reestructuración; otras insolvencias, la inminente y la actual, seguirían siendo presupuesto del concurso, sin perjuicio de que, en su caso, pudieran ser encauzadas mediante la aplicación de un específico y singular plan de reestructuración.
Parece caminarse, de este modo, hacia el establecimiento (decir “creación” resultaría no solo pretencioso sino inexacto) de un Derecho de la insolvencia, cuya primera piedra –a nuestro juicio, decisiva- se situaría en el ámbito de la probabilidad de esa misma insolvencia, idónea, por su propia naturaleza, de ser “tratada y curada” con el flexible mecanismo de los planes de reestructuración. A tal fin, el proyecto que nos ocupa perfila con relativa amplitud los presupuestos sobre los que fundar el establecimiento del correspondiente plan; así, y por lo que se refiere al subjetivo, parece aceptarse de manera implícita la noción de “operador económico del mercado”, al extender, tanto a la empresa como al profesional, la legitimación para iniciar negociaciones con sus acreedores a la vista o en el marco de una insolvencia probable.
En lo que atañe, por otra parte, al presupuesto objetivo, el proyecto asume de manera íntegra el punto de vista del Derecho alemán en la materia cuando considera (art. 584) que “existe probabilidad de insolvencia cuando sea objetivamente previsible que, de no alcanzarse un plan de reestructuración, el deudor no podrá cumplir regularmente sus obligaciones que venzan en los próximos dos años”.
Esta suerte de “prognosis ulterior objetiva” nos trae algunos ecos, bien que en situación muy distinta, de la dogmática clásica del Derecho penal, y está revestida por ello mismo de algunas dificultades en cuanto a su posible constancia, lo que no quita, en principio, nada a favor de su estimación normativa, precisamente por la naturaleza de la institución en la que se encuadra y a cuyas finalidades ha de servir de la mejor manera posible.
De las muchas cuestiones que podrían alegarse para expresar, aun de manera esquemática, la razón de ser y el régimen de los planes de reestructuración, me limitaré a señalar dos, que se revelan como decisivas. La primera se refiere, con palabra no muy de mi gusto, a la intensa “desjudicialización” que aplica el legislador a la figura que nos ocupa; ello se pone de manifiesto en las escasas competencias de la Administración de justicia respecto de dicha figura y que se centran, en lo esencial, alrededor de su homologación, no siempre necesaria, sin perjuicio de algunas potenciales intervenciones precisamente señaladas en el proyecto.
La segunda se refiere a la capacidad de “arrastre” (sic en la exposición de motivos) del plan de reestructuración acordado, en perjuicio, digámoslo así, de ciertos acreedores disidentes, dentro de la clase correspondiente, e, incluso, de clases enteras disconformes con lo acordado. Parece, entonces, que al legislador le interesa evitar interferencias en la posible vigencia del plan cuando lo en él acordado por vía de “negociación colectiva” (también esta fórmula la encontramos en la exposición de motivos) entre el deudor y sus acreedores exprese con apoyo razonablemente amplio el resultado, positivo, en teoría, para la continuidad y el desarrollo de la actividad llevada a cabo por el operador económico-deudor en cuestión.
Esta vis attractiva del plan de reestructuración se proyecta no sólo sobre el ámbito de los acreedores, sino que, del mismo modo, incide también en la órbita del deudor, sobre todo cuando se trata de una sociedad mercantil. Son muchas, como resulta notorio, las cuestiones problemáticas que ha producido en el ámbito societario la introducción entre nosotros de los institutos preconcursales, y ahora, seguramente con ánimo resolutivo, el proyecto establece algunas reglas tendentes a circunscribir el margen de maniobra de la sociedad, de sus órganos y, en particular, de sus socios, cuando se someta el plan de reestructuración a la necesaria aprobación de la junta en el caso de las sociedades de capital. De ello se ocupa, con regulación esencialmente imperativa, el art. 631, cuyo análisis requiere mucho más espacio del que aquí podemos disponer.
De su extenso contenido, no parece difícil deducir, con todo, una nítida voluntad legislativa de limitar el papel de la junta, abocada a aprobar o rechazar, sin término medio, el correspondiente plan, con fórmula que recuerda sustancialmente lo establecido a propósito de la adopción, en su caso, de una modificación estructural. Del mismo modo, se facilita la aprobación del plan al imponer la mayoría ordinaria, conforme al tipo social de que se trate, sin posibilidad de aplicar en este caso la hipotética mayoría reforzada que, a tal efecto, pudiera establecerse. Y, por último, la oposición al acuerdo aprobado por parte de algún socio disidente se llevará necesariamente “por el cauce y en el plazo previstos para la impugnación y oposición a la homologación” (art. 631, 5º).
Hay también, y conviene ponerlo de manifiesto, distintas alusiones a los grupos de sociedades en el proyecto, a propósito de los planes de reestructuración; así sucede, entre otros casos, en lo que atañe a su posible comunicación conjunta (art. 587, 1º), a la suspensión de “la ejecución de las garantías personales o reales prestadas por cualquier otra sociedad del grupo no incluida en la comunicación” (art. 596, 3º), o a la posible homologación de un plan conjunto de reestructuración (art. 642).
Y todo ello, sin ignorar, por último, el importante matiz modificativo de la disposición adicional primera del Texto refundido de la Ley concursal, en la que, como se sabe, se delimita la figura del grupo en este ámbito normativo. Pues bien, sin perjuicio de mantener la remisión a lo dispuesto en el art. 42 del Código de comercio, se añade ahora, siguiendo lo establecido por nuestra jurisprudencia, que podrá ostentar el control, bien directo, bien indirecto, sobre las sociedades del grupo, “una persona natural o una persona jurídica que no sea sociedad mercantil”.
Esta somera alusión a la repercusión societaria de los planes de reestructuración permite apreciar, aunque sea de manera elemental, el hondo relieve que la configuración de un más que posible “Derecho de la insolvencia”, como, según creo, se anuncia en el proyecto de ley aquí discretamente analizado, puede llegar a tener en la ordenación de las sociedades mercantiles. Creo que fue Karsten Schmidt quien, hace ya algunos años, reconoció sin ambages el predominio del Derecho de la crisis económica sobre la normativa societaria; en la misma línea del profesor alemán, si bien con otros acentos, no han faltado en la doctrina italiana diversos ensayos relativos a la construcción de un “Derecho de sociedades de la crisis”, impregnado de criterios no tanto societarios, en el sentido clásico del término, como de orden concursal.
El caso es que, para terminar, el intenso impulso para anticipar el tratamiento de la insolvencia, aun la meramente probable, que se vive por doquier condiciona en alto grado la efectividad e, incluso, la vigencia, de la regulación propia de la situación, digamos fisiológica, de los operadores económicos en el mercado. Al mismo tiempo, el hecho de someter la adopción de figuras, como los planes de reestructuración, a la exclusiva “negociación colectiva” de deudor y acreedores es susceptible de interferir de manera notable en el tratamiento de los intereses que, en momentos no necesariamente críticos, contempla y tutela el ordenamiento.
Hacer viable, así, una adecuada “dialéctica de los intereses” – trayendo a colación el título de un valioso libro dirigido hace unos años por Andrea Paciello, querido colega italiano- es, sin duda, una de las funciones y de los fines del Derecho, sobre todo el de carácter privado. Sería bueno, por ello, que, con motivo de la tramitación del proyecto de ley de reforma del Texto refundido de la Ley concursal, se meditara sobre este asunto, quizá marginado en beneficio de otras consideraciones exclusivas a la hora de establecer sus principios ordenadores y su concreta disciplina normativa.