Hace ya tiempo que la organización de la empresa, así como la determinación de sus objetivos han ido ganando protagonismo en el debate social, al hilo de diversas y heterogéneas circunstancias. Frente al consabido ánimo de lucro, todavía presente, con carácter exclusivo, en nuestro Código de comercio a propósito de la regulación de las sociedades mercantiles, se han consolidado otras finalidades por lo común insertas en el ámbito de lo que, sin excesiva claridad, suele denominarse “interés general”. De este modo, tras una larga etapa que, por comodidad, calificaré de “contractualista”, y que sirvió para realzar el carácter “particular” del interés social, acentuando el propósito lucrativo, llevamos ya un cierto tiempo en otra fase donde, también para simplificar, el objetivo básico parece consistir en “socializar”, si vale el término, el Derecho de sociedades.
No se trata sólo, conviene destacarlo, de situar en el podio de nuestra disciplina la visión institucional de ese mismo interés, con todos los matices que esta fórmula contiene, sino de llevar al ámbito societario la defensa y la promoción del interés general. Esta circunstancia es, sí, distintiva de la época presente, si bien su realización resulta todavía difusa, con caminos que se inician decididamente…sin la debida claridad sobre el destino al que tienden ni tampoco sobre los instrumentos necesarios para el recorrido.
Uno de esos caminos, ya dotado de notable experiencia, aunque desprovisto de regulación sustancial, es el de la responsabilidad social corporativa, fórmula ésta sometida a intensos vaivenes, cuando no sustituida o, al menos, desplazada por otras, como la sostenibilidad, quizá todavía más imprecisas, si bien de presencia continua e incluso abrumadora en cualquier discurso referido, en nuestros días, a las circunstancias propias de la vida social. En cualquier caso, y con independencia de terminologías y contenidos, parece evidente que, bajo cualquier enunciado, se alude a la conducta o, si se prefiere, a la actividad de los operadores económicos en el mercado; inicialmente, como es notorio, los de mayor dimensión, pero comprensivos de manera paulatina de pymes y microempresas, sin ignorar, incluso, a los propios consumidores, igualmente interpelados por la necesidad imperativa de que “todo”, incluso su propia dimensión personal, sea también sostenible.
El segundo camino al que quiero referirme en este commendario se sitúa en el terreno de las instituciones y se refiere, como el lector ya habrá sospechado, a la creación o configuración de modalidades societarias susceptibles de insertar en su propia realidad organizativa objetivos o finalidades de interés general. Con esta singular aproximación al mundo fundacional (pues la interacción entre personas jurídicas no es solo unilateral, sino en ocasiones también recíproca), se contempla, en esencia, la figura de la sociedad de beneficio o interés común, de acuerdo con la terminología consolidada en algunos ordenamientos, sobre todo de países iberoamericanos. Dicha sociedad, también regulada, aunque bajo denominación distinta, en algunos ordenamientos europeos, como, sobre todo, el italiano, así como en numerosos Estados de la Federación norteamericana, no constituye propiamente un tipo, sino, más bien, un modelo societario en el que se intenta combinar el tradicional propósito lucrativo con la realización, dentro del objeto social, de diversas actividades insertas en el interés general.
En alguna ocasión he señalado que tal figura representa un ejemplo contemporáneo de la tradicional causa mixta y, desde luego, refleja con notoriedad la aspiración a un entendimiento no particularizado ni exclusivamente lucrativo del Derecho de sociedades. No es mucho, sin embargo, lo que se sabe de la experiencia concreta de estas sociedades, aunque las aportaciones doctrinales, con particular relieve en el caso de Italia, hayan adquirido ya notable desarrollo. La realidad concreta de la sociedad “benéfica” (si se me permite el calificativo) resulta, con todo, inseparable de la certificación que a tal efecto concedan entidades de normalización específicamente competentes al efecto; por lo que no se trata sólo con la adopción del modelo societario en estudio de “querer ser” sino, más bien, de acreditar con arreglo a estándares consolidados la plena efectividad de la pretendida finalidad benéfica.
Es bien sabido el escaso eco que, entre nosotros, ha tenido hasta el momento la figura que nos ocupa, así como la ausencia de cualquier mención sobre ella en nuestro ordenamiento, ya nos refiramos al Derecho firme, ya al Derecho blando, aunque en éste, como es notorio, empiecen a ser frecuentes las alusiones a la responsabilidad social o a la sostenibilidad. Y aunque se trate de meras recomendaciones, una rápida ojeada al código de buen gobierno de las sociedades cotizadas servirá para convencernos de la exactitud de tal afirmación.
Parece, no obstante, que las cosas empiezan a cambiar, como se deduce de una reciente información de prensa (véase EL MUNDO de 23 de junio) en la que se da noticia de la divulgación de un “Manifiesto dirigido a los poderes públicos para el impulso de un nuevo modelo empresarial inclusivo y sostenible”, dentro del cual la sociedad de beneficio e interés común juega, en apariencia, un papel protagonista. El manifiesto ha sido promovido por la delegación en España de la Fundación B Lab, cuyo papel al servicio de las B Corp, entre otras cosas, como entidad de certificación, resulta conocida.
La lectura de este documento, suscrito por un significativo elenco de personas, no ofrece datos demasiado concretos para el jurista interesado en el Derecho de sociedades. Ello es así, a pesar de que, desde su primera página, se alude a la entidad que nos ocupa para pedir a los poderes públicos “la creación de una figura jurídica, las <>, que identifique y reconozca legalmente a aquellas empresas que alcancen los estándares más exigentes en materia social, ambiental, de transparencia y de buen gobierno corporativo”.
Las reiteradas alusiones posteriores a dicha figura no permiten aclarar, sin embargo, el sentido y el contenido de su posible regulación; y es que, en el manifiesto, la sociedad de beneficio e interés común parece comprenderse, en esencia, como un instrumento al servicio del modelo empresarial que en él se promueve y no tanto como una institución específica y autónoma, necesitada para su ordenación, por ello mismo, de unos criterios singulares de política jurídica. Se trata de conseguir, por tanto, que la mencionada sociedad sirva para conseguir “un elevado impacto positivo entre sus trabajadores, las comunidades en las que operan y el medio ambiente a lo largo del tiempo; e incorporan deberes fiduciarios para ser legalmente responsables de considerar a todos los grupos de interés en sus decisiones”.
Hay en el manifiesto, además, una cierta confusión sobre el perfil jurídico de dicha sociedad. En los primeros compases del documento se alude a “la conveniencia de contar con un tipo societario específico”, para referirse, con posterioridad, no tanto a un tipo, entendido dicho término en el sentido habitual del Derecho de sociedades, sino, más bien, a un modelo susceptible de ser configurado en el marco de los tipos ya existentes. En tal sentido, se aspira a crear “una nueva denominación legal para aquellas sociedades mercantiles en cuyos estatutos comprometan la generación explícita de un impacto social y ambiental”. De este modo “las sociedades BIC, de adscripción voluntaria, serían sociedad de capital, anónimas o de responsabilidad limitada, que voluntariamente deciden cumplir los requisitos arriba mencionados e inscribirse en el registro administrativo especial creado al efecto. Estarían reguladas por la Ley de Sociedades de Capital y sus disposiciones específicas”.
Interrumpo aquí la reproducción de los fragmentos propiamente societarios del manifiesto, advirtiendo al lector que las ulteriores referencias a la sociedad de beneficio e interés común no modifican ni matizan lo transcrito hasta el momento. Por lo expuesto, parece evidente la falta en su seno de un adecuado perfil de la figura promovida desde la perspectiva societaria. Me da la impresión, como primer resultado, que, en realidad, no nos encontramos ante una propuesta dirigida a enriquecer la tipicidad actualmente existente en el Derecho español de sociedades; se trata, más bien, de trasladar al ámbito jurídico de nuestro país la idea institucional inherente a la figura que nos ocupa, por considerarla plenamente valiosa como instrumento para la renovación profunda del sistema empresarial predominante entre nosotros.
Por ello, y como segunda conclusión, hay que afirmar con carácter inequívoco, que el propósito de los suscriptores del manifiesto es el de promover un modelo societario concreto, susceptible de insertarse en los tipos societarios de carácter capitalista, mediante la oportuna configuración al efecto de sus estatutos. Nada se dice sobre las concretas cláusulas en las que se traduciría ese objetivo ni tampoco sabemos si en la LSC debería contenerse alguna regulación, por mínima que fuera, sobre la figura mediante la cual pudiera adivinarse con seguridad el margen de maniobra de la libertad contractual al respecto.
Pensando en ese hipotético régimen y también en el posible contenido de los estatutos hubiera sido conveniente que el manifiesto ofreciera algunas reflexiones sobre la experiencia de la sociedad de beneficio e interés común en otros ordenamientos. Se alude sumariamente a este asunto, con la mención global de su tratamiento en algunos países iberoamericanos, y con la alusión expresa a los Derechos francés e italiano, sin perjuicio de la mención, igualmente genérica y carente de detalle, del Derecho de los Estados Unidos. Pero una cosa es la idea genérica relativa a la conveniencia de regular una determinada figura jurídica, asumida de un modo sustancialmente acrítico en el manifiesto respecto de la sociedad BIC, y otra muy distinta es dotar a esa idea del suficiente conjunto de elementos diferenciadores que permitan al jurista dedicado a estas cuestiones apreciar objetivamente el modo preciso de llevar a cabo esa regulación.
No parece oportuno detenerse en el asunto del registro administrativo, fórmula habitual cuando hablamos de sociedades especiales, sin especial valor, como es sabido, desde un punto de vista estrictamente jurídico. Tampoco aludiré a la cuestión de la certificación, materia ésta asociada desde sus mismos inicios con el mundo de las sociedades que nos ocupan. Resulta obligado decir, eso sí, que echo en falta en el manifiesto un análisis algo más preciso y detallado de la sociedad de beneficio e interés común desde la perspectiva jurídico-societaria, por ser, como el propio documento confirma reiteradamente, un asunto clave para su misma existencia.
Sobre la base de esa perspectiva, queda por dilucidar el decisivo asunto del papel de la autonomía de la voluntad, pues, aunque los redactores del manifiesto afirman, en su requerimiento a los poderes públicos, la necesidad de regular la figura, también de su contenido se deduce la aparente viabilidad de “convertir” a una anónima o limitada ordinaria en sociedad de beneficio e interés común por la sola voluntad de quienes sean sus miembros. Este es un asunto de la máxima importancia porque pone de manifiesto, una vez más, la tensión inherente entre libertad contractual y ordenación heterónoma característica del entero fenómeno societario.
A la vista de la agenda político-legislativa predominante entre nosotros en los últimos tiempos, no creo que se vaya a prestar atención, cuando menos a corto plazo, al propósito de establecer, sin condicionamientos normativos o institucionales de la Unión europea, un régimen de nueva planta para una modalidad societaria como la que nos ocupa. En tal sentido, más congruente con la motivación inspiradora del manifiesto resulta ser, a mi juicio, la idea de buscar en la autonomía de la voluntad el elemento propulsor de la sociedad de beneficio e interés común, si se quiere que esta modalidad tenga protagonismo en el escenario empresarial de nuestro país.
Por ello, en conclusión, hubiera sido no sólo conveniente, sino también necesario, contar para la elaboración del documento con el parecer de quienes, desde el Derecho, se ocupan de la configuración de las distintas sociedades mercantiles, tanto en su análisis dogmático, como en su traslación a la realidad práctica. Sin este significativo aporte, el propósito, sin duda bienintencionado, de los firmantes del manifiesto puede no conseguir la difusión y los efectos que por el interés de la materia analizada a todas luces merece.