El título de este commendario no debería intranquilizar ni, mucho menos, confundir al lector; no es “El Rincón de Commenda” una tribuna política, de las que hay muchas, por no decir demasiadas, en España, ni, por lo tanto, pretenden las diferentes entradas que en él voy depositando proponer concretos arbitrios para la solución de los problemas colectivos, sin duda muchos y de difícil tratamiento, que aquejan a nuestro país. Por ello, en la fórmula que precede a estas líneas no ha de verse intencionalidad política alguna, sino, meramente, una constatación: el Derecho de sociedades no se ha visto afectado por la notoria inestabilidad característica de nuestra vida pública en los últimos tiempos.
Se dirá que esa aparente tranquilidad es, como en otros sectores del ordenamiento, la consecuencia inevitable de una situación política interina, cuyas características propias impiden a este Gobierno –pero, seguramente, a cualquiera- embarcarse en operaciones de reforma legislativa que exijan un sólido impulso institucional. Por otra parte, es bien sabido que el Derecho de sociedades ha sufrido reformas profundas en los últimos años, sobre todo al calor de la crisis, con el remate final de la Ley 31/2014 y, poco tiempo después, con la nueva aportación del soft law contenida en el código de buen gobierno de las sociedades cotizadas. Podría entenderse, por ello, que estamos en un período de “absorción” de las reformas, algunas como la relativa a la mejora del gobierno corporativo, de profundidad y alcance verdaderamente relevantes.
La afirmación es sin duda cierta, pero su corrección se ha de situar más en el sentido que suele denominarse común que en la realidad propia de la dinámica legislativa, tan acuciante entre nosotros como en otros países. Buena parte de los cambios experimentados por el Derecho de sociedades en el presente siglo, saliendo, por ello, del marco clausurado y sofocante de la crisis, se han elaborado y aprobado sin tomar en cuenta la necesidad de su absorción por parte del sistema y, sobre todo, de los operadores jurídicos. No pretendo decir con ello que el legislador debería tomar en consideración la perspectiva de los destinatarios de sus normas, al margen de las consecuencias positivas que tal proceder tendría. Para eso servía, y sigue sirviendo, el llamado Derecho transitorio, del que se hizo uso correcto, entre otros supuestos, con motivo de la gran reforma societaria impuesta por el ingreso de España en la Unión europea.
El caso es que, en el momento presente, sin condescendencia alguna por parte del legislador, seguramente recluido en algún balneario centroeuropeo para curarse de los males causados por la motorización legislativa, se disfruta de una cierta paz, desde luego insegura y quizá también vacilante. Gracias a ella, no obstante sus limitaciones, podrán los operadores jurídicos disfrutar del sosiego imprescindible para trasladar al cotidiano acontecer societario las muchas implicaciones derivadas de la pasada ola reformista, sobre todo, repito, las vinculadas con la Ley 31/2014. Se me dirá que el día a día de la empresa, y más en los tiempos que corren, no permiten sosiego alguno y, en el caso de que llegara a darse, su valoración no sería precisamente positiva, sino signo inquietante de serios problemas.
Aceptando esta razonable crítica, resulta obligado señalar, con todo, que la problemática paz a la que acabo de referirme puede ser vista como una oportunidad para organizar mejor la arquitectura societaria, preparando su más adecuada evolución. Ha sido frecuente la queja incesante de quienes han de lidiar con el Derecho de sociedades por la inestabilidad crónica derivada del continuo impulso reformista. Sin perjuicio de su fundamento, esa queja ahora resulta superflua y me atrevería, incluso, a señalar, que lo seguirá siendo en los próximos meses. Ello se debe a un hipótesis, que me parece fundada, según la cual las posibles modificaciones legislativas que los posteriores gobiernos puedan promover sólo afectarán de manera tangencial, en su caso, a la legislación societaria.
A pesar de situarme en el terreno de la profecía, ámbito por lo común difícil, y más todavía para el jurista, creo que esa hipótesis es verosímil. Dos circunstancias concurren a su favor: de un lado, la profundidad de la reforma llevada a cabo con la Ley 31/2014, ya señalada anteriormente; de otro, la parálisis que afecta, y en qué grado, al Anteproyecto de Código Mercantil, cuya posible, pero difícilmente probable, aprobación podría ser un nuevo factor de inestabilidad societaria. Con independencia de mi favorable opinión personal a una norma como ésta, ya mostrada en otros commendarios, no creo viable su prosecución, al menos a corto plazo, incluso tras la constitución de un nuevo gobierno derivado de las próximas elecciones, lo que ojalá suceda, sin entrar, claro está, en su color político.
Más que de tranquilidad, prefiero hablar, en la coyuntura actual, de continuidad, requisito obligado e imprescindible de la vida humana y también, por ello mismo, de la organización y funcionamiento de las sociedades. Eso no impide, claro está, que algunas mentes preclaras piensen, o sigan pensando, en su caso, lo que habría de hacerse o, al menos, convendría hacer, para depurar y mejorar nuestro Derecho de sociedades. Una actitud similar fue la que desplegó Cicerón en unos años aparentemente tranquilos de la postrera vida de la República romana, agitada por tensiones irreconciliables; en ellos escribió algunos tratados dirigidos a mejorar, en lo posible, su organización institucional. Que no le acompañara el éxito, como muestra la emergencia posterior, casi imprevista, del Imperio, nada dice en contra de tal propósito ni, mucho menos, se opone a la continuidad societaria aquí patrocinada. Seguro que su resultado será positivo.
José Miguel Embid Irujo