La incertidumbre en que andamos sumidos desde que el coronavirus dejó de ser un asunto lejano para convertirse en el problema por antonomasia de nuestros días tiene, como es notorio, una relevante “hijuela” jurídica, con significativa trascendencia en el Derecho de sociedades. Pero, al igual que en la obra poética de Miguel Hernández, de cuyo recuerdo me he servido para titular este commendario, no se trata de una influencia puntual y restringida, sino que prosigue en diversos frentes y no se adivina cuál pueda ser su final. Es claro que a la alarma sanitaria le acompaña, y en alto grado, la crisis económica, por lo que el Derecho, y sobre todo aquellos sectores directamente relacionados con la actividad empresarial en el mercado, no puede sino reflejar las consecuencias de ese cúmulo de circunstancias.
En lo que atañe al Derecho de sociedades, es hoy materia continua de análisis lo dispuesto en los arts. 40 y 41 del Real Decreto-ley 8/2020, con incidencia diversa en nuestra disciplina y, sobre todo, en la organización y el funcionamiento de las sociedades mercantiles en sus diversos tipos y modalidades, con particular relieve en las de conformación capitalista. Si pretendiésemos sintetizar en unas pocas ideas el alcance de esa regulación bien podríamos decir que con ella se facilita el aplazamiento de las reuniones orgánicas, en particular de la junta general, se promueve la digitalización societaria y, finalmente, se intensifica el ya de por sí relevante papel de los administradores en el ámbito de las sociedades mercantiles.
Antes de tomar tales orientaciones como elementos expresivos de una determinada política jurídica entre nosotros, resulta imprescindible indicar que este amplio elenco de efectos aparece circunscrito al marco temporal delimitado por el estado de alarma, sin perjuicio de que, en determinados supuestos, se dilate su vigencia más allá de la fecha estricta a la que se extienda esa singular situación, si bien por causa de la misma. Y aunque no sea fácil adivinar en este preciso momento hasta cuándo durará el estado de alarma, resulta evidente el carácter excepcional de la regulación que nos ocupa, que sustituye o suspende, pero no deroga, durante ese período la normativa “ordinaria” referida a las materias reguladas, hoy concentrada, en lo esencial, dentro de los amplios muros de la LSC.
En esa línea se mueven las “nuevas aportaciones” que el estado de alarma acaba de hacer al Derecho de sociedades. Se trata de un nuevo Real Decreto-ley, concretamente el 16/2020, de 28 de abril, de medidas procesales y organizativas para hacer frente al COVID-19 en el ámbito de la Administración de justicia. Interesa destacar, a tal efecto, dos concretas medidas, ambas referidas, en diferente nivel, a la disolución de las sociedades mercantiles de capital.
La primera de ellas aparece contemplada en el art. 18, 1º de dicho texto que lleva por título precisamente “suspensión de la causa de disolución por pérdidas” y nos remite, como es bien sabido, a lo dispuesto en el art. 363, 1º e) LSC. No resulta difícil imaginar en qué pueda consistir esa nueva disciplina a la vista del enunciado de la norma; también aquí aparece la excepcionalidad derivada del estado de alarma referida ahora a una concreta causa legal de disolución. Lo que hace en este momento el legislador español, en línea por otra parte con regulaciones ensayadas ya en otros territorios sometidos a una intensa crisis económica, incluso antes del COVID-19 (pienso en la Ley 27541 de Emergencia en Argentina), es suspender la aplicación de un precepto susceptible de alterar, quizá irremisiblemente, el panorama empresarial por su inmediata incidencia en un amplio número de sociedades abocadas sin remedio a la disolución.
De este modo, y a la vista de lo establecido en el art. 363, 1º e) LSC), dice la norma en estudio que “no se tomarán en consideración las pérdidas del presente ejercicio 2020”. Si no obstante, las pérdidas, en la cuantía contemplada a efectos de la disolución, persistieran en el ejercicio 2021, el Real Decreto-ley 16/2020 reitera, de manera sintética, lo dispuesto en el art. 365 LSC, por lo que, seguramente en 2022, se debería celebrar junta general a fin de proceder a la disolución de la sociedad, siempre que no se aumentara o redujera el capital en la medida suficiente. Y ello, como dice el segundo párrafo del at. 18, sin perjuicio del “deber de solicitar la declaración del concurso de acuerdo con lo establecido en el presente Real Decreto-ley”.
Parece, entonces, que los efectos económicos susceptibles de ser achacados a la presente crisis resultarán operativos, en cuanto instrumentos de suspensión de la vigente normativa sobre disolución de las sociedades de capital por pérdidas, durante el ejercicio económico en curso. Es posible que al redactar esta norma, el legislador haya pensado, siguiendo el criterio de algunos expertos, en la viabilidad de una recuperación económica en V, o sea, una caída rápida y grande, como la que estamos sufriendo, en primer lugar, tras la cual, y en un período de tiempo reducido, se producirá una reactivación de magnitud equivalente, idónea para reducir las pérdidas y evitar, así, la temida disolución.
Ignoro si esta interpretación pueda tener algún fundamento, tanto en lo que se refiere a las intenciones legislativas, como al acierto en lo que atañe a las circunstancias de la recuperación. Aun entendiendo poquísimo de materias económicas, me da por pensar que la materia objeto de análisis debería haber merecido una reflexión algo más minuciosa en atención a los caracteres de la crisis en la que estamos inmersos y cuyos efectos acaban de comenzar. Sin entrar en cuestiones de política jurídica, que, por lo antes indicado, me parece que resultan ajenas al propósito del legislador, y dejando al margen la temática concursal, hubiera merecido la pena elaborar una norma más flexible o, derechamente, suspender la vigencia de la causa de disolución en estudio por un plazo de tiempo superior. Veremos, en todo caso, qué resulta de la evolución de los acontecimientos, sin que quepa excluir alguna intervención legislativa en fechas venideras sobre la materia ahora analizada.
La segunda medida de interés para el Derecho de sociedades dentro del Real Decreto-ley 16/2020 consiste en añadir un nuevo apartado, el undécimo, al art. 40 del Real Decreto-ley 8/2020 y tiene que ver, igualmente, con la disolución, si bien en este caso de manera genérica. El supuesto de hecho se refiere a la posible concurrencia de una causa de disolución, legal o estatutaria, tanto antes de la declaración del estado de alarma como durante el mismo; y la consecuencia jurídica será la suspensión del plazo legal para la convocatoria de la junta general por parte de los administradores “hasta que finalice el estado de alarma”. Como es bien sabido, el art. 365 establece a tal efecto el plazo de dos meses y corresponderá a la junta acordar la disolución o remover, en su caso, la causa de la misma.
No es fácil la intelección del precepto, dado que la mera suspensión de un determinado plazo, como el que ahora nos ocupa, no implica necesariamente suspender la posibilidad misma de la convocatoria de la junta por los administradores, si observaran la concurrencia de una causa determinada de disolución en el marco temporal establecido, ni, por supuesto, impedir o prohibir tal conducta. A favor de este criterio milita, desde luego, el carácter excepcional de la norma y la consabida necesidad de interpretarla restrictivamente. Es evidente, por ello, que durante el estado de alarma no rige el plazo de dos meses establecido en el art. 365 LSC, de modo que los administradores, en apariencia, podrán convocar la junta general el 6 de mayo del presente año, vigente, por lo tanto, el estado de alarma, para que se pronuncie sobre una causa de disolución constatada el 2 de marzo, es decir, con un plazo (más de tres meses) superior al indicado.
Es posible que esta interpretación pueda resultar inexacta o inconveniente, aunque no parece, ni mucho menos, incompatible con el tenor literal de la norma en estudio. No estoy seguro, sin embargo, de que sea exactamente lo pretendido por el legislador mediante la suspensión del plazo en el Real Decreto-ley 16/2020 y sí, en cambio, la de evitar la puesta en práctica de cualquier causa, legal o estatutaria, de disolución durante el estado de alarma por parte de los administradores; suspender, así y a lo largo de ese período, no tanto o no sólo el plazo en cuestión, sino, sobre todo, la operatividad misma de los supuestos conducentes a la disolución de una sociedad de capital.
Para resolver esta cuestión, puede resultar útil seguir leyendo el art. 365 LSC, a propósito precisamente de la facultad concedida en él a cualquier socio para solicitar de los administradores la convocatoria de la junta “si, a su juicio, concurriera alguna causa de disolución o la sociedad fuera insolvente”. Dejando al margen la posible vertiente concursal del asunto, interesa ahora señalar que el Real Decreto-ley 16/2020 no se pronuncia al respecto, por lo que, en principio, nada impediría a un socio ejercer dicha facultad frente a la cual, como criterio genérico, no cabría oposición por parte de los administradores.
Esa conclusión se refuerza si entendemos la suspensión del plazo de convocatoria en el sentido inicialmente propuesto. Si, en cambio, atribuyéramos al precepto en estudio la orientación hipotética también señalada, el resultado podría ser el de privar al socio –a cualquier socio, conviene resaltarlo- de una posibilidad de acción fundada en buenas razones, como la práctica societaria pone frecuentemente de manifiesto.
Termino aquí el commendario, en el que tal vez he ido demasiado lejos en la averiguación de lo que el legislador haya podido pensar, es decir, en el esclarecimiento de lo que pueda ser la mens legislatoris, sin perjuicio de destacar, en todo caso, la interpretación que me parece más acorde con el enunciado de la norma. En cualquier caso, el punto y final que pongo a este texto no puede significar en modo alguno el fin de la reflexión sobre la materias en él analizadas; todas ellas se insertan, según es bien sabido, en un ámbito tan relevante como el de la disolución societaria, al que, con estado de alarma o sin él, se anudan importantes consecuencias para las sociedades mercantiles y los distintos sectores de intereses (socios y acreedores, aunque no sólo) que las toman como punto central de referencia.