Parecía una cuestión resuelta, en la medida, claro está, en que algo dentro del universo jurídico pueda quedar definitivamente delimitado, comprendido y predispuesto para futuras aplicaciones. Y, sí, creíamos que el know-how ya no planteaba problemas a la hora de considerar su idoneidad como objeto de aportación al capital social. Es verdad, y tenemos una larga historia detrás, que no es sencillo operar con elementos inmateriales, dotándoles de un estatuto jurídico cierto. En el Derecho de la propiedad industrial, donde el “saber cómo” encuentra lo que pudiéramos llamar su “sede natural”, hace tiempo que se han establecido bases seguras para su adecuado tratamiento; no era una empresa fácil como consecuencia, entre otras cosas, de la dilatación progresiva de su contenido desde su vinculación originaria como específico secreto industrial, hasta su ocupación del entero ámbito comercial, cuyo alcance, por su propia naturaleza, parece difícil de situar entre confines precisos.
Al margen de la doctrina, siempre atenta entre nosotros a la cuestión, desde el riguroso estudio pionero del profesor Gómez Segade, han sido numerosas las ocasiones en que nuestra Jurisprudencia se ha enfrentado con la figura del know-how, con frecuencia dentro del marco particular de la franquicia, como es bien sabido. Mucho menos numerosa es la contribución de la jurisprudencia registral, por lo que, precisamente, me ha parecido oportuno traer a colación hoy la resolución de la Dirección General de los Registros y del Notariado de 4 de diciembre de 2019 (BOE de 21 de enero de 2020), directamente referida a la aportación de know-how al capital de una sociedad de responsabilidad limitada.
La sociedad en cuestión aspiraba a ser, con arreglo al objeto social estatutario, “una empresa tecnológica que ofrece trabajo colaborativo virtual”. Y, de manera más específica, dicho objeto aparecía centrado en la idea de gestión, bien que situada en diversos ámbitos de actividad; se hablaba, en tal sentido, de “Gestión y creación de espacios de trabajo virtuales y proyectos. Gestión de recursos humanos y económicos. Gestión de tareas”; pero también “Data center. Servicio de asistencia virtual. Servicios promocionales, de marketing, publicidad y consultoría de empresas. Servicios financieros. Servicio y desarrollo de software. Gestión de base de datos (CNAE620)”.
En ese contexto, la aportación de know-how se concretaba “en el conocimiento de la industria de servicios, marketing e investigación de mercado”; pero también “en el conocimiento especializado en materia de emprendimiento, desarrollo empresarial, liderazgo y dirección de equipos”, así como, por último, en el “conocimiento amplio acerca del sector tecnológico e innovación”.
La misma escritura precisaba que la mencionada aportación cumplía todos los requisitos que, tanto desde la disciplina legal, como del tratamiento doctrinal del know-how, se consideraban propios de la misma, destacando, entre otros, los relativos a su naturaleza patrimonial, a su idoneidad para ser asentada en el balance, así como a la posibilidad de que pudiera ser valorada económicamente de acuerdo con criterios objetivos. No obstante, el registrador mercantil emitió calificación negativa, por entender, esencialmente, que la aportación analizada parecía “más bien la aportación de trabajo o servicios que no pueden ser objeto de aportación”, con arreglo a lo dispuesto por el art. 58 LSC. Se interpuso recurso de reforma en el que se alegaba, en cambio, que el objeto de aportación consistía en “conocimientos técnicos, secretos, identificables de los que derivan un beneficio económico y son imprescindibles para la actividad social”. El Centro directivo, por su parte, estimó el recurso, revocando la calificación impugnada.
La resolución que ahora nos ocupa constituye rara avis dentro de la jurisprudencia registral, tanto en lo que se refiere a su forma de presentación, como a su contenido. Y es que, si hubiera que calificarla de algún modo, siguiendo el inevitable sesgo propio del mundo de los registros, quizá pudiéramos decir que se trata de una resolución per relationem, en el sentido de que no hay, propiamente, una argumentación específica de la que se deduzca el concreto resultado, en este caso, como sabemos, la estimación del recurso. Así, tras comenzar invocando el Reglamento europeo 4087/88, de 30 de noviembre, y, dentro de nuestro ordenamiento, el Real Decreto 201/2010, de 26 de febrero, pasa la Dirección General sin transición alguna a reproducir in extenso los apartados esenciales de la sentencia del Tribunal Supremo de 21 de octubre de 2005.
En este fallo, como es bien sabido, el alto tribunal estableció una serie de pautas básicas para el tratamiento de nuestra figura; de entrada, se delimitaba su campo funcional de aplicación, desde su ámbito originario, puramente industrial, hasta el más extenso sector del comercio, tomando este término en un sentido verdaderamente amplio, para, a continuación, exponer sus notas caracterizadoras, resumidas en las ideas de conocimiento secreto, identificación apropiada y valor patrimonial. El Supremo, además de citar algún previo pronunciamiento suyo sobre la cuestión, citaba también el mentado Reglamento europeo, sin desdeñar, bien que de forma genérica, el abundante número de fallos provenientes de las Audiencias.
Como lector asiduo que soy de las resoluciones del Centro directivo, por la experiencia acumulada pensaba que, tras esta detallada referencia, vendría a continuación la doctrina propiamente dicha aplicable al supuesto objeto de análisis. Nada de esto sucede, porque, en la misma línea, pero ahora pro domo sua, cita la Dirección General su conocida resolución de 31 de octubre de 1986, sobre la aportación a la constitución de una sociedad mercantil del fondo de comercio. No hace falta detenerse en el comentario de esta importante resolución, ya en su día analizada por nuestra doctrina, sin perjuicio de destacar, desde luego, la existencia de elementos comunes entre el fondo de comercio y el know-how centrados, en lo esencial, alrededor de su condición de bienes inmateriales de considerable relieve en la organización y el funcionamiento de las empresas.
La detallada alusión a este último pronunciamiento, de menor alcance, con todo, que la correspondiente a la sentencia del Supremo, desemboca en un apretado párrafo final, en el que, tras resaltar la conocida disciplina del art. 58, 1º LSC, concluye la DGRN reiterando la condición de bien inmaterial del know-how, dotado, eso sí, de las conocidas características que lo hacen apto para la aportación al capital de una sociedad mercantil: carácter patrimonial, susceptibilidad de valoración económica y de aportación, siendo apto, por último, para producir una ganancia.
Nada se dice, en cambio, de su condición de conocimiento secreto y, a este respecto, para nada se alude, ni entre los “vistos” ni en el texto de la resolución, a la Ley 1/2019, de 20 de febrero, de secretos empresariales. Tal alusión, además de pertinente, por ser dicha norma un acabado ejercicio regulador en torno a este singular bien que nos ocupa, hubiera sido oportuna para enlazar debidamente la perspectiva propia del Derecho de los bienes inmateriales –y, si se quiere, también del mercado-, en ella dominante, con la orientación, más recoleta y circunstancial, del Derecho de sociedades, que era la que aquí resultaba de imprescindible tratamiento.
Y aunque el resultado es correcto –otra cosa hubiera sido difícilmente comprensible-, se ha perdido una ocasión de hacer las cosas bien, que, con arreglo a un viejo adagio, importa más que el hacerlas.