Quienes llevamos ya varias décadas (o un buen número de trienios, como se prefiera) en el oficio universitario, dedicando nuestros afanes al estudio y enseñanza del Derecho Mercantil, estaremos seguramente de acuerdo en que ese amplio período de tiempo ha traído consigo importantes cambios a la disciplina y también a sus cultivadores. No me voy a referir, en el primer caso, a la intensa renovación legislativa experimentada por sus diversos sectores, para la cual, como es bien sabido, ha resultado determinante la presión constante del Derecho europeo, sin perjuicio de la no menor actividad de nuestro propio legislador. Tampoco aludiré, aunque merecería la pena una detenida meditación, a las importantes modificaciones institucionales producidas en el ámbito universitario, con frecuencia vinculadas a cambios generacionales no menos relevantes; de ello hay buena huella en el presente, si bien, y por fortuna, la continuidad, tantas veces postulada por Ortega, parece sólidamente garantizada a la hora de constatar el cultivo de la disciplina con arreglo a las mejores pautas heredadas de nuestros maestros.
No es este commendario una invitación a la nostalgia ni, mucho menos, al elogio gratuito del pasado. Pretendo, más bien, señalar que el paso del tiempo ha convertido en familiares cuestiones que, en otra época, parecían problemas no sólo difíciles sino impenetrables y por ello derechamente irresolubles. Me vienen a la cabeza varias instituciones y figuras mercantiles, de entre las cuales pretendo referirme ahora a los pactos parasociales. En los comienzos de mi carrera universitaria, con motivo de la elaboración de la tesis, esta singular modalidad negocial, no precisamente insólita, se nos presentaba envuelta en un halo de misterio, donde la misma terminología (desde que se consolidara doctrinalmente, gracias a un luminoso trabajo de Oppo) apenas era capaz de desvelar el contenido mínimo de la institución. La “funambulia grecizante” (de la que hablaba D. Nicolás Ramiro Rico, catedrático de Derecho Político en la Universidad de Zaragoza, en la que yo estudiaba), reflejada nítidamente en el para antecesor de lo social (que hoy diríamos “societario”), confundía más que aclaraba, y sólo servía para decir que el acuerdo reflejado en el pacto se situaba extramuros de la sociedad, aunque con vocación de influir en ella.
No es raro este temor ante las palabras, sobre todo cuando el significado que las mismas intentan mostrar queda absorbido por su propia abstracción. Rememorando de nuevo a Ortega, diré que los neófitos de la época (ya lejana) a la que me refiero nos comportábamos ante los pactos parasociales como lo hubiera hecho Unamuno (si se me permite la licencia), quien, según nuestro filósofo, “pegaba espantadas ante los vocablos”. El caso es que dicha figura suscitó muchas espantadas, por supuesto en el legislador, así como también entre los autores, hasta que el aumento de la masa crítica en el seno de los mercantilistas y la homologación de nuestro Derecho de sociedades con los estándares europeos terminaron por convertirla en una institución habitual, cotidiana, sin duda difícil, pero de posible tratamiento.
Desde finales del pasado siglo hasta hoy han sido frecuentes las publicaciones sobre los pactos parasociales, viniendo a sumarse a su consideración el propio Derecho positivo, con la conocida disciplina específicamente referida a las sociedades cotizadas. Me parece necesario destacar la concurrencia de la doctrina a la hora de convertir lo que indudablemente era un problema serio en un tema más del repertorio societario. Es verdad que en su análisis ha de tenerse en cuenta la dimensión específica del Derecho de sociedades, pues a su funcionamiento orgánico (en lo que atañe, sobre todo, a la Junta) viene referido, esencialmente, el contenido acordado en el pacto. Pero por este mismo origen voluntario no será completo el estudio que a nuestra figura (y a su gran variedad morfológica, por supuesto) se dedique si no se parte de la autonomía de la voluntad y, por lo tanto, de su indudable significado como auténtico negocio jurídico, al que, como punto de partida, ha de vincularse la conocida fórmula res inter alios acta. No podrá excluirse, por último, la vertiente registral del problema, asunto que, como es sabido, tiene diversa incidencia entre nosotros.
De este modo, y tras numerosos hitos doctrinales, entre los que parece obligado referirse a las monografías de Pérez Moriones, Feliu Rey y Noval Pato (la de este último glosada en un veterano commendario), contamos hoy con un sólido repertorio de conocimientos para afrontar con las debidas garantías de seguridad la variada y compleja problemática planteada por los pactos parasociales. Pero, como sucede siempre en las instituciones jurídicas, poco hay de definitivo en su tratamiento doctrinal, sobre todo cuando su efectiva realidad no ha terminado de producir una disciplina legislativa completa (en la medida en que tal calificativo pueda ser posible) ni una jurisprudencia constante. Por eso, resulta muy bienvenida la reciente y extensa monografía de Javier Martínez Rosado, titulada, a la sazón, Los pactos parasociales (Madrid, Marcial Pons, Colección “Persona Jurídica”, 2017). En ella, el autor, profesor titular de Derecho Mercantil en la Universidad Complutense de Madrid, aborda con ambición el estudio de nuestra figura, asumiendo una perspectiva amplia, donde los aspectos negociales (clases, caracteres, naturaleza, licitud, incumplimiento), societarios (de tipología y organización) y registrales (protocolos familiares y sociedades cotizadas) son tratados con rigor y coherencia sistemática. Es destacable, asimismo, la impronta jurídico-comparada con la que Martínez Rosado ha elaborado su monografía; se pone de manifiesto, de este modo, la sustancial homogeneidad de la institución estudiada, más allá de fronteras y sistemas jurídicos, lo que permite al lector obtener resultados fiables, no sólo dependientes de las minucias propias de cada lugar, sino directamente deducidos del sentido y fin de las instituciones, lo que, en el presente caso, significa decir, sobre todo, de la libertad contractual.
En suma, un libro interesante, cuya lectura recomiendo a los muchos interesados en la cuestión, por el que hay que felicitar sinceramente a su autor.
José Miguel Embid Irujo