Desde hace algún tiempo, la responsabilidad social corporativa (RSC) ha entrado en la órbita del Derecho, a pesar de que, como es bien sabido, son mayoritarias las voces que la consideran ajena al ámbito jurídico. Este dictamen negativo se basa, esencialmente, en la conocida voluntariedad de todas aquellas actividades y medidas que aparecen asociadas al propósito de convertir a quien las realice en una entidad o empresa socialmente responsable. Con todo, la experiencia de los últimos años, de la que constituye elemento importante la inserción, desde luego limitada, de nuestra figura en algunas disposiciones de Derecho firme, y también en el Derecho blando del gobierno corporativo, permite superar ese juicio un tanto sumario. Este último extremo, por otra parte, muestra una imagen más certera de la RSC en nuestros días, superando su tradicional adscripción a la filantropía empresarial. De este modo, y por lo que se refiere al Derecho de sociedades, donde adquiere su mayor alcance, la RSC se acomoda con naturalidad en los mecanismos decisorios y organizativos de las sociedades, sobre todo de las cotizadas, en cuyo seno adquiere de manera progresiva un destacado protagonismo.
Conviene advertir que ese camino de paulatina compenetración de nuestra figura con los mecanismos jurídicos societarios –sobre todo los que son propios del gobierno corporativo- no se encuentra predeterminado, sino que, por su propia naturaleza, constituye un escenario abierto, susceptible de promover conexiones imprevistas. Así se pretende destacar en el título del presente commendario, donde la RSC aparece relacionada con la singular institución de la discrecionalidad empresarial, traducción doméstica y, a mi juicio, acertada, por lo que dice y por lo que sugiere, de la conocida business judgment rule. En realidad, y para aclarar al lector la razón última de esta entrega, he de confesar que la sugerencia para su tratamiento me fue formulada por mi buen amigo el profesor Miguel Ruiz Muñoz. Más precisamente, se trataba de impartir una ponencia con dicho título en el seminario por él dirigido en la Universidad Carlos III sobre cuestiones propias de la RSC y celebrado hace un par escaso de semanas. Dicho seminario, que se beneficia de la eficaz labor organizativa de la profesora Bárbara de la Vega, se ha convertido ya en un referente seguro en lo que atañe al tratamiento jurídico de nuestra figura, sin perjuicio de integrar otras materias, cuya relación con la RSC resulta notoria (como las cuestiones propias del compliance) o se encuentra en trance de articulación (como la economía colaborativa).
No es posible reproducir en el corto espacio de un commendario las diferentes materias expuestas con motivo de mi ponencia. Sí que conviene, no obstante, señalar la aparente incomunicación existente entre la discrecionalidad empresarial y la RSC, entre otras cosas, por el seguro –en apariencia- asentamiento de la primera en la regulación que la LSC dedica a los administradores, frente a la insuficiencia normativa todavía característica de la segunda. Por otra parte, resulta indudable la mayor concreción de la discrecionalidad, al venir referida por el legislador en el art. 226 LSC a las “decisiones estratégicas y de negocio”, en tanto que la RSC se nos muestra en el marco, ciertamente general, de una política específica, que, como facultad indelegable, se atribuye en el art. 529 ter, 1, a) LSC al consejo de administración de las sociedades cotizadas. Esta última referencia permite señalar, finalmente, la relativa asimetría que se deduce de los preceptos citados, que constituyen, como es notorio, la aproximación más nítida del legislador a las dos figuras ahora consideradas; en tanto que la discrecionalidad es una circunstancia común a todos los administradores, sea cual sea su modo de organización, y al entero elenco de las sociedades de capital, la política de RSC sólo se menciona en el marco de la singular modalidad de anónima que son las sociedades cotizadas y, por inevitable derivación, a propósito de las competencias de su consejo.
De esta última referencia normativa, puede extraerse, sin embargo, un particular argumento para hacer posible la conjunción de las figuras que ahora nos ocupan. Conviene observar que la política de RSC, dentro del art. 529 ter LSC, aparece situada al mismo nivel que otras destacadas magnitudes propias de la sociedad cotizada atribuidas, como sabemos, a la competencia del consejo. De ellas quiero destacar ahora “la aprobación del plan estratégico o de negocio”, que, ubicada al mismo nivel de “la política de responsabilidad social corporativa”, y de otras igualmente relevantes, como la política de dividendos o la política de inversiones y financiación, nos lleva de modo directo al núcleo duro de la organización, la gestión y la actividad de la propia sociedad cotizada. Más allá de su cercanía topográfica, la disposición en estudio pone de relieve la posibilidad de conectar la estrategia y el negocio –ámbito específico para que opere la discrecionalidad empresarial- con la responsabilidad de la empresa, embebidas ambas magnitudes en el amplio campo de competencias propias de los administradores sociales.
Pero toda política o todo plan son, por su propia naturaleza y con independencia de su contenido, formulaciones amplias que necesitan realizarse en el decurso cotidiano de funcionamiento de la empresa social. O, dicho de otra manera, las cláusulas generales –dándole ahora a este adjetivo una cierta holgura- necesitan de su adecuada concreción en la realidad práctica; ello se hace posible mediante el instrumento de la decisión, como vehículo idóneo a tal efecto, sin salir, por otra parte, de la esfera orgánica en que aquellas se llegaron a elaborar. Recalamos, de este modo, en el art. 226 LSC, corazón de la discrecionalidad empresarial en nuestro Derecho, cuyo tratamiento normativo puede y debe servir para poner a prueba las decisiones en materia de RSC que, con arreglo a la política inicialmente formulada, sean llevadas a la práctica por los propios administradores. Estas últimas, por tanto, habrán de pasar el filtro de los cuatro requisitos contemplados en la norma, a fin de determinar si la discrecionalidad amparará, en su caso, la medida concreta adoptada dentro del ámbito específico de la responsabilidad social.
Sería conveniente detenerse en ese test y valorar la adecuación de la RSC a la discrecionalidad atendiendo, entre otros menesteres, a los frecuentes conceptos jurídicos indeterminados contenidos, según es notorio, en el art. 226 LSC. A pesar de la indudable utilidad de esa operación intelectual, si la siguiéramos aquí saldríamos de la conocida senda del commendario para entrar de lleno en el marco, ajeno al propósito que inspira tal tipo de escritos, del artículo doctrinal. Renuncio, por ello, a tan sugestivo análisis, limitándome a añadir, como modesta coda a la interpretación de tan debatido precepto, la necesidad de motivar debidamente las decisiones de los administradores susceptibles de ampararse en su enunciado. Es sabido que este requisito, cuya relevancia a propósito de la discrecionalidad de la Administración pública es innecesario destacar, no aparece expresamente mencionado en la norma, pese a lo cual hay buenas razones para reclamar su presencia en el contexto que nos ocupa. Quizá la principal sea la de evitar la arbitrariedad de los administradores, cuya efectiva manifestación sería el mejor argumento para desmontar la trabajosa entelequia constructiva propia de la discrecionalidad empresarial.
Si se nos apura, esa motivación resulta más necesaria, si cabe, a propósito de las decisiones insertas en el ámbito de la RSC; su especificidad, dentro de los fines característicos de las sociedades mercantiles (en particular, las cotizadas) acentúa la necesidad de aclarar y explicar los objetivos que con ellas se pretenden conseguir, poniendo de manifiesto, a la vez, la proporcionalidad de los medios empleados al efecto. Pienso que, de este modo, se sirve no sólo al interés de la sociedad, sino, sobre todo, al propósito de coadyuvar al interés general característico, en buena medida, de todas las acciones que legítimamente aspiran a encuadrarse en la órbita de la responsabilidad social.
José Miguel Embid Irujo