Resaltar el papel que juega la libertad contractual en el Derecho de sociedades es una ocupación tan importante como innecesaria, porque incide en el corazón mismo de la disciplina sin superar el estado de la afirmación obvia. Mucho más importante que ese juego verbal resulta ser el análisis detallado de sus concretas posibilidades de acción en el marco societario correspondiente; ahí es donde se pone a prueba la efectividad de todo criterio y donde se termina apreciando, retóricas aparte, si nos referimos a un elemento vivo del Derecho de sociedades o a un mero formulismo, quizá idóneo para tranquilizar la conciencia de algunos juristas y de numerosos operadores económicos.
El análisis de esas posibilidades, con todo, tropieza con varias dificultades y convierte al estudio del tema que nos ocupa en una de las cuestiones más intrincadas de la materia. Quizá la primera de ellas se sitúe en la “cosa en sí”, no tanto por lo que significa la autonomía de la voluntad en términos generales, sino por el hecho de aplicarse a un sujeto activo, como es la sociedad, que goza por lo común del atributo de la personalidad jurídica, con capacidad de decisión e interés propios. Los afectados por el ejercicio de la autonomía de la voluntad no son, entonces, las dos partes, con aspiraciones contrapuestas, de una relación negocial, extremo este que circunscribe el tratamiento del problema en dicha esfera, núcleo básico, como es sabido, de la misma. Hay en el Derecho de sociedades una suerte de “efecto multiplicador” para la libertad contractual como consecuencia de su ya advertida condición de persona jurídica, de su implantación en el mercado y de la consiguiente repercusión de su organización y funcionamiento –ámbito esencial de la figura en estudio- en la órbita jurídica de tantos y tan diversos sujetos.
Y, por último, no debe ignorarse la existencia de un relevante instrumento de supervisión de la libertad contractual en el ámbito societario, susceptible no sólo de modular su ejercicio, sino incluso de condicionarlo sustancialmente, de manera que sea dudosa en numerosas ocasiones la oportunidad de llevarla a la práctica de manera efectiva. Me refiero al Registro mercantil, verdadera piedra de toque en nuestro tema, cuya intervención continua en la vida societaria, dotada, por lo común, de considerable inmediatez, le otorga un protagonismo muy superior, en alcance e intensidad, al de los tribunales, de intervención mucho más tardía cuando no aleatoria.
Quizá por esta razón sea tan frecuente el recurso a los formularios prerredactados cuando de elaborar los estatutos se trata, y no sólo en el caso, seguramente inevitable, de la constitución societaria por vía telemática. Esta circunstancia, además de relativizar el valor de los estatutos sociales, al menos desde un punto de vista ordinario, termina desplazando el ejercicio de la libertad contractual en el ámbito societario a los pactos parasociales que, bajo diversas formas, sobre todo mediante los acuerdos denominados “omnilaterales”, viven en nuestros días una etapa de esplendor. No es extraño, por tanto, la creciente atención, por la doctrina y los tribunales, a sus muchas vertientes, y su conversión en referentes suficientemente indicativos de la “vida” y la organización de todo tipo de sociedades, en particular, las de naturaleza capitalista.
Hay materias, no obstante, en que sin perjuicio de la creciente versatilidad del pacto parasocial, resulta necesario volver a la senda de los estatutos, dando a la libertad contractual el tratamiento que, en apariencia, primariamente le corresponde. Una de ellas, donde confluyen por otra parte muy distintas perspectivas e intereses, es la derivada de lo dispuesto en el art. 348 bis LSC, precepto en el cual se abren o, cuando menos, se pueden abrir caminos diversos para los que, por desgracia, no disponemos de una brújula adecuada. No se trata, con todo, de un problema único de dicho precepto, pues es frecuente encontrar, dentro de la mencionada Ley, distintas normas donde el juego de la libertad contractual parece disfrutar, de acuerdo con su tenor literal, de un amplio y versátil campo de aplicación.
No me resisto a dar alguna opinión sobre la materia, a pesar de que nuestra doctrina ha prestado una atención significativa al precepto en estudio. Y ello, no sólo en su versión, por lo que parece, definitiva (de factura, por otra parte, bien reciente), sino a sus anteriores enunciados, dotados, como se sabe, de vigencia transitoria o suspendida. Se comprende, desde luego, ese interés tan notorio, a la vista de que el art. 348 bis LSC incide sobre cuestiones medulares de la sociedad mercantil de capital, como es, señaladamente, el derecho del socio a participar en el reparto de las ganancias sociales, en relación directa con la tutela de la minoría; y todo ello, finalmente, en el contexto de las prácticas de autofinanciación, a que tan proclives suelen ser buena parte de las sociedades cerradas.
El precepto en estudio comienza con una fórmula que, sin perjuicio de pequeños matices diferenciadores, es común a tantos preceptos de la LSC. De este modo, y gracias a la cláusula “salvo disposición contraria de los estatutos”, nos encontramos ante una norma dispositiva, campo abonado, en consecuencia, para el ejercicio de la autonomía de la voluntad. Como tantas veces sucede, el problema reside en determinar si la posibilidad de disposición contraria de los estatutos, relativa en este caso a la admisión del derecho de separación del socio por falta de distribución de dividendos, se refiere exclusivamente al supuesto contemplado o si, más bien, permite modular la disciplina legal en sus diferentes extremos. Dicho de otra manera, se trata de decidir, como punto de partida, si la libertad contractual consiste en tomar o rechazar en bloque el régimen establecido o, más bien, en introducir en los estatutos alteraciones respecto del mismo.
Las dos posibilidades iniciales (absolutas, podrían denominarse) resultan, a mi juicio, indudables e indiscutibles, más allá de lo que quepa pensar desde un punto de vista de política jurídica en torno a la asunción o rechazo en bloque de lo propuesto por el legislador. Pero, sin perjuicio de esta obvia constatación, lo verdaderamente intrincado es dilucidar si la sociedad dispondrá de un margen de maniobra y, en su caso, cual pueda ser éste, si optara por aceptar la “nuda idea” que subyace al art. 348 bis LSC y que consiste, al menos a mi juicio, en el reconocimiento de un derecho de separación al socio cuando la sociedad en cuestión decida sacrificar sistemáticamente su derecho al dividendo en beneficio de la autofinanciación.
Sin ser un liberal à outrance (como solían decir los franceses cuando nadie lo impedía), confieso mi simpatía por la idea de que la sociedad goce de cierta libertad para modular lo establecido a titulo dispositivo, como punto de partida, por el legislador. Es seguro que habrá argumentos de diverso orden para negar esta posibilidad y es bien cierto, a la vez, que el complejo escenario derivado de su ejercicio sistemático por parte de las sociedades no sería fácil de comprender ni, mucho menos, de gestionar. Desde luego, por parte del propio Registro mercantil, acuciado por la inventiva de los consultores y asesores jurídicos de las sociedades. Pero también por estas mismas, seguramente sumidas en un mar de dudas ante la necesidad de decidir sobre un complicado asunto, susceptible de comprometer no sólo la “paz social”, sino también la misma estabilidad patrimonial de la persona jurídica.
A la vista de lo que antecede, y aceptando que no faltarán las voces favorables al entendimiento único e irreformable de la disciplina en estudio, quizá sea posible afirmar, desde la óptica de la libertad contractual que aquí nos ocupa, que esa misma disciplina constituiría un “suelo”, como tal irreformable por parte de las sociedades. Sí cabría, entonces, llevar a los estatutos una regulación idéntica en sus puntos básicos, pero “alterada” en cuanto a porcentajes, períodos temporales y otros extremos cuantitativos; siempre “hacia arriba”, eso sí, con tal de que la correspondiente elevación no convirtiera en irrealizable el derecho de separación patrocinado por el legislador.
En este contexto, tiene destacado interés lo dispuesto en el párrafo segundo del art. 348 bis LSC; en él, como es sabido, se impone la unanimidad para suprimir o modificar la “causa de separación” a la que se refiere el párrafo primero de la norma. Y ello, “salvo que se reconozca el derecho a separarse de la sociedad al socio que no hubiera votado a favor de tal acuerdo”, formulación similar a la establecida en el art. 108, 3º LSC a propósito de la transmisión inter vivos de participaciones sociales y, más concretamente, de la inserción en los estatutos de cláusulas prohibitivas al respecto.
El hecho de que se hable en el párrafo indicado, exclusivamente, de “supresión o modificación” permite pensar que, para el legislador, la respuesta al problema que venimos analizando en este commendario se encontraría en la opción básica antes esbozada; es decir, entendiendo que la libertad contractual sólo facultaría a la sociedad en cuestión para aceptar o rechazar en bloque lo establecido en el art. 348 bis, 1º LSC. En tal sentido, sí para modificar o suprimir la mencionada causa de separación se requiere el consentimiento de todos los socios, difícilmente podrá asumirse el margen de maniobra de autonomía de voluntad al que he aludido con anterioridad. Y ello, sin perjuicio de que pueda reconocerse el derecho de separación al socio disconforme con la supresión o modificación de la causa de separación que nos ocupa; formula que parece patrocinar, como en algunos incendios forestales, la idea de combatir el fuego con el fuego…
Termino aquí, porque la economía del Rincón de Commenda no permite más, a pesar de que el precepto, en los párrafos brevemente examinados, da mucho de sí, entre otras cosas, a propósito de los grupos de sociedades, materia apuntada en el tercer epígrafe del art. 348 bis LSC, y seguramente una de las fórmulas esquemáticas con las que el legislador español se acerca, con temor e inseguridad, al tratamiento de este importantísimo asunto. Reitero, eso sí, mi idea favorable a un mayor protagonismo de la libertad contractual.