A los muchos interesados en el Derecho de sociedades no les sorprenderá que se hable, ya desde hace tiempo, de la modernización de dicha disciplina. Una ingente bibliografía en todas las lenguas ha pretendido llevar el contenido de esa palabra, tan aparentemente sencillo, a la realidad jurídico-societaria. No siempre los resultados han sido satisfactorios, como consecuencia, entre otras cosas, de la dificultad de trasladar a precisas normas jurídicas o, en su caso, a la mentalidad de los juristas que contribuyen a realizar el Derecho de sociedades, su ansiada modernización. Podría decirse, incluso, que tras años de intentos modernizadores, asociados, aunque no siempre, a otros términos frecuentes en el habla de los societaristas, como “flexibilidad” o “simplificación”, por referirme a los más habituales, la modernización ha quedado convertida en un locus communis, un tópico, en suma, si queremos utilizar el término habitual.
Y no quiero decir con ello que se trate de un formalismo o, lo que sería peor, una expresión vacía de contenido; sucede, sin embargo, que el propósito modernizador de ayer quizá no sea (rectius, no pueda ser) exactamente el de hoy, dada, entre otras cosas, la velocidad a la que gira el mundo, con el consiguiente sobreesfuerzo de los juristas, deseosos prima facie de seguir –bien que sin resuello- ese ritmo infernal, a fin de ajustar el Derecho a la realidad, pretensión eterna en nuestro mundo y, como es bien sabido, de no fácil consecución.
Los varios términos latinos que impregnan las primeras líneas de este commendario no pueden ocultar al lector, sin embargo, algo que, a pesar de ser consabido, resulta de necesaria e imprescindible constatación: el propósito modernizador es hoy universal y, por tanto, común a todo el Derecho, sean cualesquiera las ramas o sectores del ordenamiento en los que nos situemos, abarcando, incluso, las disciplinas de más reciente factura. La conservación de las normas o, más propiamente, de sus principios inspiradores, no goza hoy de buena prensa, aunque se alegue a su favor el socorrido recurso de la seguridad jurídica, cuya valiosísima función en el mundo del Derecho se ve relativizada por el cambio inherente a toda orientación modernizadora.
Resulta necesario, por tanto, adentrarse en este mundo con cierta cautela o, al menos, con algún instrumento técnico susceptible de ofrecernos algo de claridad en torno a la cuestión modernizadora, dentro del contexto jurídico que nos es más cercano, es decir, el relativo al ordenamiento español, dentro, claro está, de la órbita jurídica europea, que es tan nuestra como del resto de los Estados miembros de la Unión. No sé si ha sido un azar que en las últimas semanas haya tenido la oportunidad de charlar con Antonio Jiménez-Blanco, jurista de excepción, cuyos títulos, muchos y meritorios, constan seguramente al lector, tras varias décadas sin coincidir desde los ya lejanos y recordados años del César Carlos. Y de ese encuentro he obtenido un regalo valioso, del que intentaré decir algo en este commendario, gracias a la donación, pura y simple, que mi querido amigo Antonio me ha hecho de su último libro.
El título del libro [España, Europa, Globalización: La modernización del Derecho. Estudios (2014-2019), Sevilla, Editorial Derecho Global, 2019] habla a las claras del propósito del autor, deseoso de reflejar en él sus preocupaciones actuales y de estar, así me lo parece, “a la altura de las circunstancias”. En demasiadas ocasiones se reprocha, con razón o sin ella –ese es ahora otro asunto-, al estamento de los juristas el hecho de vivir pendiente de sus particulares tecnicismos y del recuerdo de una no bien precisada “edad de oro” en la que el Derecho, como categoría, quedaba paradójicamente al margen de las contingencias vitales; el reproche, en suma, podría resumirse en la fórmula de que nuestro oficio “no se ha modernizado”. Y ese reproche ha hecho cundir el pesimismo entre los juristas más perspicaces, de los que Antonio Jiménez-Blanco forma parte por méritos propios, tal y como se refleja en distintos apartados del libro que nos ocupa. Es verdad que el jurista, como “ingeniero social”, si vale la fórmula, se encuentra hoy relegado en beneficio de otras profesiones o estamentos mejor insertos en el tráfago vital de nuestros días.
No estoy tan seguro, sin embargo, de que esa postergación, indudablemente cierta, sea un inconveniente insuperable para los juristas ni que, a la vez, contribuya a relegar al Derecho a las tinieblas exteriores, si vale, en tal contexto, esta singular expresión. Al margen, no obstante, de las personales opiniones de cada cual, es lo cierto que el reto de la modernización, para utilizar una frase hoy en boga, resulta ineludible y que no sólo el legislador ha de verse afectado por el mismo, cosa que, por otra parte, se pone de manifiesto cotidianamente en este mundo de “leyes desbocadas”, como diría el maestro García de Enterría. También las distintas profesiones jurídicas tienen ante sí una inmensa tarea por delante, a la que Jiménez-Blanco, como iuspublicista, quiere aportar su granito de arena.
Antes que escribir un grueso tratado, de orden dogmático y aun filosófico, sobre la modernización del Derecho, Antonio Jiménez-Blanco ha preferido, más modestamente, ofrecer a los lectores una recopilación de sus trabajos más recientes, calificada en el prólogo por el propio autor de “centón”, término que, según el DRAE, equivale a “obra literaria compuesta con fragmentos de otras obras”. Ha hecho bien porque de todo lo consignado en el libro (un extenso volumen, editado con primor, de casi ochocientas páginas) el lector puede extraer, como jugo refrescante y sabroso, el modo en que Jiménez-Blanco aspira a conseguir, aquí y ahora, la modernización del Derecho, huyendo, como punto de partida, de toda pretensión abstracta, al modo que recomendaba Ortega.
Para informar debidamente al lector del contenido del libro, resulta necesario señalar que son tres sus secciones fundamentales, de acuerdo con el género de trabajo científico común a los estudios reunidos en cada una de ellas. La primera se compone de artículos de revista y capítulos de libros, unidos en este último caso por el hecho de haber formado parte de libros homenaje a prestigiosos colegas. Además de rescatar estos ensayos, que, de otra forma, podrían haberse quedado relegados al desván o al baúl de los recuerdos, el autor nos sitúa en este apartado ante algunas de las principales cuestiones que acechan hoy al Derecho público en la realidad de nuestro país y, sobre todo, en el contexto de la Unión europea. Pasa revista Jiménez-Blanco a temas candentes de la actualidad jurídica como las tasas aeroportuarias, la responsabilidad patrimonial de la Administración, la regulación de las costas, o la relación entre las reclasificaciones urbanísticas y la adjudicación de contratos como medio para la financiación de los partidos políticos.
Pero, a la vez, se detiene el autor, dentro del primer apartado de su libro, en los contrastes y conflictos derivados de la inserción de nuestro país en la Unión europea, como los derivados de la posibilidad de suscribir, en su caso, acuerdos comerciales, las energías renovables ante la jurisdicción europea o, con una alta incidencia social, el caso del Banco Popular. No faltan, por último, trabajos sobre cuestiones propias de la arquitectura institucional de nuestro país, algunas de ellas con específico carácter judicial o de resolución de conflictos, a propósito de las tensiones entre el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional, o de las relaciones entre la legislación contencioso-administrativa y los arbitrajes internacionales contra España. En esta misma línea, pero con dimensión más amplia y al modo de una meditación general, me parece oportuno aludir al estudio “España ante la globalización: perspectiva jurídica”, escrito con motivo del cuadragésimo aniversario de nuestra Constitución, y en el que Jiménez-Blanco evalúa la trayectoria de la Carta Magna al hilo de los profundos cambios experimentados por la sociedad española en el marco de las transformaciones, igualmente destacadas, de la sociedad internacional, con particular referencia al fenómeno, hoy ineludible del llamado “Derecho global”.
El segundo apartado de la obra contiene tres extensas crónicas de otros tantos congresos científicos sobre distintas materias de Derecho público, que tienen en común el hecho de haberse celebrado en Europa, dos de ellos en Alemania y el tercero en Francia. Si este último, celebrado en París en junio de 2018, tuvo como motivo inspirador “el futuro del Derecho administrativo”, los de ámbito germano mostraron diferente alcance y contenido; el primero se convocó bajo el sugerente título “Integración y desintegración en Europa” y se celebró en Hamburgo, en julio de 2018, bajo los auspicios de la prestigiosa Societas Iuris Publici Europaei, en tanto que el segundo, celebrado en Bonn en octubre de 2018, acogió la habitual reunión científica de la Asociación de profesores alemanes de Derecho del Estado. Las crónicas son, todas ellas, rigurosas, detalladas y extensas, de manera que el lector asiste, por fortuna, a un testimonio vivo del que quizá sea el mayor y mejor exponente de la actividad intelectual desarrollada en la Universidad. Estos textos, en fin, ponen de manifiesto, a la vez, lo que podríamos calificar como “fidelidad a la ciencia jurídica europea” de Antonio Jiménez Blanco, entendida, eso sí, no de manera exclusiva ni excluyente, sino abierta a otras manifestaciones jurídicas, de imprescindible consideración en épocas con pretensiones modernizadores como la nuestra.
El tercer y último apartado del libro que nos ocupa recoge un buen número de recensiones (hasta ocho en total), dedicadas por el autor a glosar y revisar, con rigurosa cordialidad, obras relevantes publicadas en los últimos años. Las hay nacionales y de otros países y todas ellas tienen en común el hecho de abordar temas de orden general, más allá de lo que suele ser habitual en el marco de las monografías jurídicas. Sin ignorar el relieve de los libros reseñados, así como la personalidad destacada de sus autores, sí es oportuno señalar las recensiones dedicadas a sendas obras de grandes administrativistas españoles, como los profesores Tomás Ramón Fernández y Alejandro Nieto, cuya ejemplar trayectoria académica no parece necesario glosar en este momento. Jiménez-Blanco no se limita a resumir el contenido de tan interesantes libros, sino que, en el ceñido marco, típico de la recensión, dialoga con sus autores, al tiempo que destaca la originalidad y el interés de sus criterios, de modo que el lector de las correspondientes reseñas se haga una idea cabal de las aportaciones que contienen.
La alusión que acabo de hacer a dos figuras señeras del Derecho administrativo español, y aun del Derecho tout court, pone de manifiesto algo que por consabido no suele destacarse con la debida intensidad; me refiero al esplendor del Ius publicum en nuestro país, como consecuencia, entre otros extremos, de la destacadísima labor llevada a cabo por el profesor Eduardo García de Enterría, maestro indiscutible, y cuya labor en pro de la modernización del Derecho administrativo ha sido, seguramente, uno de los factores determinantes de esa floreciente situación.
Con todo, la modernización es, por su propia naturaleza, un propósito no fácil de concluir o, por decirlo literariamente, resulta ser, más bien, “el cuento de nunca acabar” (unendliches Gespräch, en la conocida formulación de los Schlegel). Confiar su puesta en marcha y su continua realización a las solas fuerzas del legislador no parece, sin embargo, el mejor criterio, si se tiene en cuenta, sobre todo, que la exuberancia legislativa, voluntaria o forzosa, conduce, por decirlo con terminología clásica, a la proliferación de las antinomias, de las anfibologías o, lo que es peor, de las contradicciones, tanto literales como valorativas en las distintas regulaciones. Recordaremos, por ello, la admonición “sempre meno Diritto”, referida a la norma positiva, por supuesto, que difundió hace ya casi un siglo Francesco Carnelutti, el gran procesalista italiano, y que en un contexto ciertamente diverso, como el actual, parece necesitada de renovada meditación.
A la vista de lo que antecede, resulta de la mayor conveniencia buscar en toda sociedad a quien pueda desempeñar exitosamente el cargo, entiendo que honroso, de “agente modernizador”, parafraseando una conocida fórmula del Derecho urbanístico. No me parece dudoso que tal posición institucional pueda ser asumida por los jueces, como de hecho tantas veces sucede; no obstante, y a la vista de los nombres citados, quienes forman la inorgánica categoría de la doctrina, están llamados, si se quiere con mayor libertad, a jugar un papel protagonista en este importante asunto. Antonio Jiménez-Blanco ha recogido el testigo con decisión y su excelente formación jurídica ha hecho posible este libro cuya lectura me apresuro a recomendar a los múltiples interesados en el análisis de las cuestiones que allí se tratan. Felicitarle por la obra lograda es un muy grato deber.