Con este título, en el que resuenan los ecos del pensamiento de IHERING, quiero aludir a un doble fenómeno, cuyo relieve para el Derecho de sociedades, desde luego, pero también para el entero Derecho mercantil resulta ya extraordinario. Por un lado, y desde una perspectiva general, no hay duda del papel preeminente que debe atribuirse en los últimos años a la Jurisprudencia “de tono estrictamente” concursal (parafraseando al maestro Fernández Novoa), como segura consecuencia, aunque no única, de la dureza característica de la crisis económica. Pero por otro, y de manera más específica, esa preponderancia no trae consigo la exclusiva aplicación de las normas concursales; es obvio, por supuesto, que ningún tribunal, aun gozando de una especialización institucionalizada, interpreta y aplica exclusivamente los preceptos que la hacen posible y le dan sentido. Resulta evidente, con todo, que la conexión con otros sectores del ordenamiento adquiere en el marco de la realidad concursal un matiz singular y, me atrevería a decir, casi constitutivo; al fin y al cabo, como dijera certeramente el profesor Ángel Rojo (cfr. “Prólogo” a BELTRÁN, E. Las deudas de la masa, Zaragoza, Studia Albornotiana, 1986, p. 21), “la quiebra es el banco de prueba de las instituciones jurídicas”, afirmación que adquiere su más pleno sentido a propósito, precisamente, de las que son propias del Derecho mercantil.
De manera que el desarrollo del concurso, en la medida en que pueda quedar objetivado a través de alguna sentencia judicial, implica también, en la mayoría de los casos, el desarrollo (o “realización”, como se sugiere aquí) de otras instituciones jurídicas. Se dirá, no obstante, que esta última dimensión evolutiva se ve afectada y, en muchas ocasiones, también configurada por el significado específico del procedimiento concursal, lo cual es cierto, sin perjuicio, claro está, de la pluralidad de fines inherentes al mismo, no siempre fáciles de acoger ni de compatibilizar en el así llamado “interés del concurso”. A pesar de la pertinencia de este indudable matiz, no parece posible atribuir a las instituciones jurídicas, en cuanto tales, una específica valencia concursal, como si su sentido fuera uno, de carácter genérico, al margen del tratamiento de la insolvencia, y otro, distinto y singular, en el marco del correspondiente procedimiento concursal.
Todas estas reflexiones vienen a cuento de una nueva muestra de lo que aquí he llamado “jurisprudencia concursal”, tal y como se deduce de la sentencia 693/2017, de 20 de diciembre, del Tribunal Supremo (Sala de lo Civil, Sección 1ª), de la que ha sido ponente el magistrado Rafael Sarazá Jimena. El fallo, largo, minucioso y ampliamente motivado, pone fin a una ardua controversia jurídica articulada, cómo no, alrededor de un procedimiento concursal y de su calificación, con importante derivación hacia la cobertura del déficit por los administradores de la sociedad concursada. Pero, al mismo tiempo, el alto tribunal toma en consideración aspectos relevantes del Derecho de sociedades en lo que se refiere, de un lado, a los deberes propios de los administradores, en particular el de lealtad, y, de otro, a la estructura empresarial –más precisamente, un grupo de sociedades- de la que formaba parte la sociedad concursada.
Como es fácil de imaginar, no todos estos aspectos son tratados en la sentencia con la misma intensidad ni tienen, a los efectos de la consideración de los múltiples recursos presentados (en su mayoría de casación, pero también el extraordinario por infracción procesal), un valor equivalente desde el punto de vista decisorio. Resulta necesario, con todo, destacar el modo en que las instituciones jurídicas, en este caso, las del Derecho de sociedades, son “puestas a prueba” en el marco del procedimiento concursal, cuya dinámica específica, de acuerdo con lo que sumariamente se acaba de indicar, no altera su sentido ni su razón de ser; es más, el concurso que nos ocupa, ajeno a cualquier función “organizativa” de la trama institucional enjuiciada, permite sacar a la luz vertientes de la misma que, de otra forma – es decir, al margen de una situación de insolvencia- podrían quedar veladas o, lo que es peor, deficientemente comprendidas.
Me limitaré a describir sumariamente los hechos, evitando entrar, por lo demás, en los numerosos vericuetos, procesales y sustantivos, que la sentencia pone de manifiesto, a fin de ofrecer al lector, en lo posible, la imagen fiel de la indicada trama institucional dentro del concurso, de su calificación y de las responsabilidades derivadas del mismo para los administradores de la concursada. Otro propósito, es decir, dar al fallo un tratamiento doctrinal acorde con su importancia, resultaría, desde luego, incompatible con la economía propia de “El Rincón de Commenda”, y ha de quedar soslayado por el momento, aunque el presente commendario será seguramente más largo de lo habitual, por lo que me disculpo anticipadamente ante el lector.
En lo que ahora interesa, el supuesto de hecho se concreta alrededor del concurso de Factorías Juliana, S.A.U., calificado como culpable por el Juzgado de lo Mercantil nº 1 de Oviedo. En dicha sentencia se declaró personas afectadas por la calificación a la mercantil Factorías Vulcano, S.A., socio único de la concursada y administrador de la misma, así como a varias personas naturales, que habían sido, igualmente, administradores de dicha sociedad en distintos períodos en los dos años anteriores a la declaración del concurso. Además de las correspondientes inhabilitaciones, es necesario señalar que la sentencia condenó a Factorías Vulcano a la pérdida de los derechos que como acreedor pudieran corresponderle contra la masa y al pago de veinticinco millones de euros como cobertura del déficit concursal; también las personas naturales que habían sido administradores de la concursada fueron condenados a pagar, por el mismo concepto, medio millón de euros cada una. Apelada la sentencia, la Audiencia Provincial la confirmó, salvo en un extremo accesorio relativo a la condena al pago de intereses moratorios. Por su parte, el Tribunal Supremo desestima los recursos presentados por Factorías Vulcano y los restantes administradores de la concursada.
El principal hecho relevante para la calificación del concurso como culpable, así como para la imposición de la responsabilidad por el déficit concursal, se situó en el marco de las relaciones comerciales entre Factorías Juliana y Factorías Vulcano a propósito del contrato de construcción de buques que ambas sociedades concluyeron. De este modo, pocos meses antes de que la primera fuera declarada en concurso (mediante auto de 12 de junio de 2009), “los administradores acordaron o consintieron el traslado a las instalaciones de Factorías Vulcano de los buques que Factorías Juliana estaba construyendo”, como consecuencia del desistimiento del contrato por aquella; esta importante consecuencia jurídica tuvo lugar “sin que tales administradores exigieran la liquidación del contrato”, teniendo en cuenta que Factorías Vulcano adeudaba a Factorías Juliana una cantidad superior a cincuenta millones de euros. A esa conducta omisiva, se sumó también Factorías Vulcano, desde el momento (marzo de 2009) en que pasó a ser administrador único, además de socio también único, como se ha dicho, de la sociedad concursada.
Los dos principales problemas societarios de los que se ocupa el Tribunal Supremo en su sentencia se sitúan en el marco del recurso de casación presentado por Factorías Vulcano y se refieren a su doble posición en el seno de Factorías Juliana. Por un lado, se discute en torno a la observancia, en su caso, del deber de lealtad, característico, como sabemos, de la posición que corresponde al administrador de una sociedad de capital en nuestro Derecho. Por otro, se analiza su posición de socio único de la sociedad concursada y cabeza, asimismo, del grupo empresarial del que ésta formaba parte. Ambos aspectos, como es natural, tienen entidad por sí mismos y, a la vez, son relevantes para comprobar si la calificación del concurso como culpable era una derivación inevitable de la situación fáctica enjuiciada.
Por lo que se refiere al primer asunto, la entidad recurrente alegaba la situación de “confusión”, si vale el término, entre ella y Factorías Juliana, como consecuencia de su doble posición como socio y administrador, único en ambos casos, de la misma. Afirmaba, en tal sentido, que “el deber de lealtad no es exigible cuando el administrador social es el socio único, titular de todo el capital social, puesto que el interés social de la sociedad administrada es el mismo que el del administrador, socio único, sin posibilidad de conflicto, al faltar el elemento de la ajenidad”. A la vez, la recurrente cuestionaba que se considerase desleal la opción del administrador a favor “de la sociedad dominante a costa del quebranto patrimonial de la sociedad dominada”, lo que sería, en todo caso, una decisión de Factorías Vulcano “como socio único y no como administrador social de Factorías Juliana”.
Para analizar debidamente este conjunto de circunstancias, que se oponían al criterio de la sentencia recurrida, en la que se afirmaba sin género de duda la infracción del deber de lealtad por parte de la entidad recurrente, el Tribunal Supremo se refiere, de entrada, a la realidad del grupo societario existente, recordando la doctrina establecida en la muy conocida sentencia 695/2015, de 11 de diciembre, de la que también fue ponente el magistrado Sarazá. En ella, como es sabido, se afirmaba -y ahora se reitera- que “la integración de la sociedad en un grupo societario…no supone la pérdida total de su identidad y autonomía. La sociedad filial no sólo conserva su propia personalidad jurídica, sino también sus particulares objetivos y su propio y específico interés social, matizado por el interés del grupo, y coordinado con el mismo, pero no diluido en él hasta el punto de desaparecer y justificar cualquier actuación dañosa para la sociedad por el mero hecho de que favorezca al grupo en el que está integrado”. Por lo que, “el hecho de que la decisión del administrador beneficie a la mayoría social, incluida la sociedad matriz cuando esta es titular de la mayoría del capital social, no excluye la posibilidad de que haya infringido el interés social y, por tanto, su deber de lealtad”.
Ahora bien, continúa el alto tribunal, “el supuesto de sociedad unipersonal en la que el socio único es la sociedad matriz del grupo y el administrador es también la propia sociedad matriz-socio único, es realmente singular en lo que respecta a la configuración del deber de lealtad del administrador”. Y es que esta situación “se compagina de manera problemática con el entendimiento de los deberes del administrador social como deberes “fiduciarios”, concreciones de una obligación básica o genérica que le incumbe como gestor de intereses ajenos”, a la que se refiere el art. 227, 1 LSC mediante la conocida fórmula que le obliga a obrar “en el mejor interés de la sociedad”. De este modo, concluye la sentencia en este punto, no parece que el caso de autos, donde coincide en un mismo sujeto, como ya sabemos, la condición de socio único y de administrador único, “sea el más adecuado para delimitar conceptualmente el deber de lealtad del administrador social”.
Sin perjuicio de esta importante consideración, para que la conducta del administrador social haga posible la calificación del concurso como culpable, a tenor de lo dispuesto en el art. 164, 1 de la Ley Concursal, no hace falta, a juicio del Tribunal Supremo, que la misma “vulnere el deber de fidelidad”, tal y como se establecía entre nosotros en el texto refundido de la LSA, tras su reforma por la Ley de Transparencia de 2003, actualmente reconvertido, con matices relevantes, en el vigente deber de lealtad; deber, en todo caso, que “viene referido fundamentalmente al ámbito interno de la sociedad”. Por ello, lo decisivo, a los efectos de calificación del concurso, “es que en la generación o agravación del estado de insolvencia haya mediado dolo o culpa grave del administrador. Se trata de una norma de protección de los acreedores, no de protección de la propia sociedad deudora. Es más, en ocasiones la salvaguarda del interés social pretende realizarse a costa de los sacrificios de los acreedores que les son exigibles, por lo que no es necesario que la conducta del administrador social sea contraria al mejor interés de la sociedad para que el concurso pueda calificarse como culpable”.
Es muy cierto, con todo, que “la generación o agravación de la insolvencia por una conducta del administrador dolosa o gravemente culposa supone una infracción de sus deberes de administración diligente y leal”. Ahora bien, dadas las características del supuesto de hecho, el que Factorías Vulcano, como administrador de Factorías Juliana, no exigiera la liquidación del contrato de construcción de buques, no debería interpretarse necesariamente como infracción del deber de lealtad que le incumbe; así lo considera el alto tribunal, teniendo en cuenta la falta de ajenidad entre ambas entidades (administrador y sociedad administrada), así como la dificultad de que se produjera conflicto de intereses entre ellas.
Pero el que se asuman, de este modo genérico, los argumentos de la entidad recurrente en nada se opone a la calificación del concurso como culpable por la sentencia recurrida, con las consecuencias ya expuestas anteriormente. Y es que, aun así, la conducta desplegada por Factorías Vulcano como administrador de la sociedad concursada resulta claramente antijurídica, teniendo en cuenta que, como afirma el alto tribunal, “esa antijuridicidad no viene determinada necesariamente por la infracción de los deberes del administrador respecto de la sociedad deudora, sino por el expolio de la posición jurídica de los acreedores sociales, perjudicados por la conducta dolosa o gravemente culposa del administrador social que generó o agravó la insolvencia de la sociedad deudora y con ello impidió la satisfacción de los derechos de crédito de los acreedores”.
No se quiere decir con ello, por último, que haya sido la conducta de los administradores, en los diferentes niveles de concreción reseñados en la sentencia, la única causa de la “generación o agravamiento” de la insolvencia de la sociedad concursada. Ya en la sentencia del Juzgado de lo Mercantil se moderó el alcance de su responsabilidad por el déficit concursal, y en esa línea se manifiesta el Tribunal Supremo, al reconocer que hubo otras causas “que también coadyuvaron a la insolvencia de la concursada”. Pero este extremo, ciertamente acreditado, “no es óbice para que la conducta de los administradores se encuadre en el art. 164.1 de la Ley Concursal”.
Termino aquí la exposición resumida del fallo, dejando para mejor ocasión la referencia detenida a la responsabilidad por déficit concursal, cuyos elementos, no obstante, se analizan y comprueban en el supuesto de hecho con arreglo a los requisitos exigidos por nuestros tribunales. En este sentido, se acentúa en la sentencia objeto de estudio la necesidad de la “justificación añadida” para que resulte admisible, pues la imposición de dicha responsabilidad a los administradores de la sociedad concursada frente a los acreedores que no pudieran ser satisfechos en la liquidación de la masa activa, “no es una consecuencia necesaria de la calificación del concurso como culpable”.
No parece necesario reiterar la importancia de la sentencia examinada, cuyo relieve para la comprensión de algunas instituciones centrales de nuestro Derecho de sociedades, como el deber de lealtad de los administradores y la ordenación de los grupos, resulta evidente. Si se mira bien, aun tratándose de cuestiones diversas, ambas aparecen entrelazadas en el fallo de acuerdo, como no podía ser de otro modo, con la “lógica de los hechos” y en el marco de un procedimiento concursal, cuya función de “banco de pruebas” de las instituciones jurídicas se pone de manifiesto una vez más, en este caso con especial intensidad. Me atrevería a decir, incluso, que la argumentación del Tribunal Supremo, a los efectos reseñados, toma como punto de partida a la figura del grupo, cuya “lógica institucional” se convierte en base y fundamento de la decisión adoptada respecto del deber de lealtad. Pero, además, conviene señalar que no se trata de la lógica “ordinaria” del grupo sino de la derivada de una singular modalidad de esta forma de empresa, o sea, la resultante de la condición unipersonal de la sociedad dominada, de la que el socio único resulta ser, a su vez, administrador también único.
De este modo, y marginando ahora los aspectos propiamente concursales, hay en la sentencia 693/2017, una nueva aportación a la ingente tarea de construir el Derecho de los grupos de sociedades entre nosotros, siquiera en este caso de manera un tanto implícita y con algunos matices o modulaciones respecto de lo afirmado en pronunciamientos anteriores, especialmente en la sentencia 695/2015. Tienen los societaristas, por todo ello, abundante motivo de reflexión en lo que a su propia disciplina se refiere, en el bien entendido de que sólo en determinados contextos, como el concursal, se termina por “ver la espalda” de numerosas instituciones y se evita, de este modo, el razonamiento puramente abstracto, siempre inconveniente para la debida realización del Derecho.