Un trabajo reciente de Carlo Angelici (“Sulle lacune nel diritto delle società”, Le Società, núm. 11, 2015, pp. 1251-1258) actualiza, dentro del Derecho italiano de sociedades, la antigua, pero siempre actual, temática de las lagunas del Derecho. El propósito de prestigioso profesor italiano no es, en espacio tan breve, el de construir una teoría específica de la cuestión, sino, más bien, el de formular propuestas concretas para cubrir, de la mejor manera posible, ciertas lagunas detectadas en la normativa de las sociedades de capital del país transalpino. Al margen de las cuestiones de detalle, improcedentes en esta sede, sí es oportuno destacar las reflexiones previas que Angelici dedica al problema genérico de las lagunas jurídicas. Y su pensamiento puede resumirse en la idea de que sólo cabe hablar de laguna cuando la ausencia de tratamiento normativo en un punto específico del ordenamiento se revela ilógica o irracional; es decir, hay laguna o, de otro modo, silencio legislativo, cuando el plan del legislador, con arreglo a criterios precisamente definidos, no ha sido realizado de manera concluyente respecto de un específico asunto, y se revela imprescindible la necesidad de cubrir, con arreglo a ese mismo plan, es decir, de manera racional y lógica, el vacío normativo resultante.
Como es natural, estas reflexiones, aquí sumariamente explicadas, presuponen algunas ideas que, no obstante su directa vinculación con la mejor teoría jurídica, no encuentran el adecuado calvo de cultivo dentro del ambiente característico de la “legislación motorizada” en el que vivimos desde hace bastante tiempo. Hablar de plan legislativo, sistema, racionalidad y lógica jurídica, entre otros términos, como marco de la temática en estudio, sigue siendo imprescindible, pero no parece avenirse muy bien esta terminología –y la realidad que representa- con la actividad desenfrenada del legislador, no siempre asistido por los más autorizados maestros.
Viene todo esto a cuento de la interpretación, nada fácil por cierto, del art. 232 LSC, el cual, tras la reforma derivada de la Ley 31/2014, enumera, sin demasiado orden y con limitado concierto, una serie de acciones susceptibles de ser interpuestas cuando los administradores incumplan las obligaciones inherentes al deber de lealtad. No es fácil adivinar la razón de ser de la norma, aunque quepa presumir el propósito de ofrecer con ella instrumentos de control de la actividad de los administradores desde la decisiva vertiente de sus deberes fiduciarios, uno de los problemas centrales, sin duda, de nuestra disciplina. Quizá sea más oportuno hablar de recuerdo e, incluso, de reiteración que de ofrecimiento, porque, en realidad, la norma no ha creado nada que no existiera en la realidad jurídica, aunque, en algunos casos, su puesta en práctica fuera complicada o resueltamente difícil.
Vamos a marginar ahora la evidente reiteración existente cuando se menciona en el precepto la impugnación, desprovista, eso sí, de cualquier complemento; olvidémonos también de los olvidos del legislador, en lo que atañe, por ejemplo, a la acción de enriquecimiento, no obstante aludida en el art. 227, 2º LSC. Hay que concentrar la atención sobre las restantes figuras, algunas de las cuales, como las acciones de cesación y remoción, podrían estar llamadas a tener un protagonismo relevante para el cumplimiento de la finalidad atribuida, no sé si con error de mi parte, a la norma. Sobre esta base, y en buena técnica procesal, antes que preguntarnos por el petitum de cada una de las acciones, con ser decisivo, habrá que determinar quién pide o, dicho, de otra manera, quién disfruta de legitimación activa para su ejercicio. Sólo contestando a esta pregunta podrá saberse si el control de la actividad de los administradores es eficaz o se convierte en un mero brindis al sol.
Y aquí topamos con el silencio del legislador o, mejor dicho, con las lagunas del art. 232 LSC, invocadas, con la ayuda de Carlo Angelici, al principio de este commendario. Digo lagunas no por continuidad retórica con nuestra tradición sino por el hecho de que la falta de cualquier referencia a la legitimación activa para el ejercicio de las acciones allí contempladas no es sino la punta del iceberg, compuesto de silencio y olvidos, que ha dejado flotando el legislador a propósito de nuestro tema en las aguas, cada vez más agitadas, del Derecho de sociedades de capital y del régimen correspondiente a los deberes de los administradores. La respuesta más fácil sería entender que sólo la concreta sociedad estará legitimada para pedir, por ejemplo, la cesación de las conductas contrarias al deber de lealtad, así como para, del lado opuesto, sacar a un cierto administrador de un posible letargo, forzándole a cumplir activamente con su deber. Doble cara, por tanto, activa y omisiva, a propósito de la cesación, lo que no siempre se tiene en cuenta.
No estoy seguro, con todo, de que ésta sea la única respuesta posible ni tampoco la más conveniente. Con el art. 232 LSC el legislador se limita a recordarnos que las acciones allí enumeradas se pueden interponer sin perjuicio de la acción de responsabilidad de los administradores. Esa compatibilidad quizá permita orientar la interpretación de la norma, ayudando a la cobertura, al menos, de varias de sus lagunas. En este sentido, su aparente vínculo con la responsabilidad de los administradores, podría llevarnos a añadir a la legitimación indudable de la sociedad, otros posibles sujetos legitimados, como los socios, no individualmente considerados, sino a través de un derecho de minoría. No olvido, desde luego, que la legitimación en cascada para la acción de responsabilidad de los administradores es el resultado de una expresa decisión del legislador; pero también es cierto que la impugnación de acuerdos sociales, mencionada igualmente en el art. 232 LSC, resulta por completo ajena a la sociedad. Atribuir legitimación activa a la sociedad en el tema que nos ocupa con carácter exclusivo, para lo cual hay, desde luego, buenas razones, dejará a esta novedosa, aunque no bien formulada, norma en el dique seco de las buenas intenciones. Y no conviene olvidar que el deber de lealtad, cuya trascendencia para la sociedad y sus socios es indiscutible, necesita de instrumentos eficaces para que los administradores actúen (y se abstengan de hacerlo), de verdad y continuamente, en el mejor interés de la sociedad.
José Miguel Embid Irujo