Una nueva referencia al interés social en el Código de buen gobierno de las sociedades cotizadas motiva el presente commendario, que debe considerarse complemento del anteriormente publicado, sin perjuicio de su particular autonomía. Como es costumbre en el código, esta alusión al interés social se encuentra, como las otras, en el amplio espacio de los principios y recomendaciones dedicados al consejo de administración, verdadero centro neurálgico del código. En la presente ocasión, hemos de situarnos en la temática de la separación y dimisión de consejeros, materia pródiga en recomendaciones (hasta cinco, algunas muy detalladas), no siempre debidamente amparadas por el principio, sólo uno, que encabeza la sección. Prescindiré ahora de ocuparme del no infrecuente desajuste que se observa entre los principios y las recomendaciones, al que me referí en el primer commendario sobre el código de buen gobierno. Es necesario reiterar, en todo caso, que dicha falta de acoplamiento, bien por la excesiva generalidad del principio, bien por el notable detalle de alguna recomendación de él derivada, constituye un serio obstáculo a la operatividad del Código, por las dudas que puede suscitar a la hora de articular su posible seguimiento por las sociedades cotizadas.
Hay que aludir ahora a la recomendación número 23 y, más en concreto, a su primer párrafo, que pide a todos los consejeros la clara manifestación de “su oposición cuando consideren que alguna propuesta de decisión sometida al consejo de administración puede ser contraria al interés social”. Como se ha indicado en forma genérica, nada hay en el principio número 12 que permita anticipar, aunque sea mínimamente, esta importante proposición, ya que, en principio, no se plantean en ella cuestiones específicas sobre la separación y dimisión de los consejeros. Este concreto desajuste, sin embargo, no ha de servir de excusa para analizar la mencionada recomendación, animada, aparentemente, por el deseo de defender, una vez más, el interés social.
Son varios los factores susceptibles de análisis en este asunto, si bien me limitaré a contemplar únicamente las circunstancias relativas a la oposición susceptible de ser planteada por los consejeros (todos, en principio, conviene recordarlo), así como al modo de expresarla, respecto de aquellas propuestas de decisión del consejo que, según su criterio, sean contrarias al interés social. Marginaré, por ello, algunos de los temas que, respecto de dicho enunciado, pueden acudir de inmediato a la mente de cualquier jurista, y que cabe resumir en el hecho de la mención expresa del interés social como motivo de oposición de los consejeros, y la omisión notoria, en la misma línea, de la Ley y de los Estatutos como magnitudes susceptibles de ser desconocidas o violadas por alguna decisión del consejo.
Salvando estas cuestiones, cabe señalar, de entrada, la llamativa semejanza entre la recomendación ahora analizada y las causas de exoneración de responsabilidad de los administradores contempladas en el art. 237 LSC; y no sólo en el medio lingüístico de expresión, sino también, especialmente, en el propósito de salvar la responsabilidad del administrador afectado. Si el enunciado de este precepto ha podido ser tildado en numerosas ocasiones de alambicado, al reducir, en apariencia, el “hacer todo lo conveniente para evitar el daño” a la oposición expresa a aquél, los autores del código de buen gobierno habrían optado por simplificar y aclarar esa fórmula –sin perjuicio, claro está, del diferente contexto-, contentándose con mantener únicamente esta última forma de actuación por parte de los consejeros, como medio de defensa del interés social.
En una apresurada valoración de política jurídica, cabe preguntarse por la pertinencia de la recomendación ahora examinada y, sobre todo, por si la mera oposición, es decir, el voto en contra, resulta suficiente para conseguir la efectiva defensa del interés social en el seno del consejo. Puesto que el “Derecho blando” no es el único instrumento existente a la hora de hacer operativos los principios jurídico-societarios, aunque haya quien ignore esta palmaria verdad, parece adecuado volver los ojos al “Derecho firme”, donde cabe recalar, a tal efecto, en la impugnación de los acuerdos del consejo de administración, regulada, como es sabido, en el art. 251 LSC. Esta técnica de control del comportamiento del consejo, poco común en el panorama societario internacional, no ha merecido excesiva atención en la práctica, pero parece, en principio, una fórmula idónea para defender el interés social, mediante la intervención de los tribunales, más allá de la mera oposición a un acuerdo o propuesta de decisión.
Naturalmente, no pretendo decir que el consejero haya de impugnar siempre los acuerdos o decisiones del órgano administrativo que, a su juicio, lesionen o sean susceptibles de lesionar el interés social; y ello, sin perjuicio, claro está, de la firme lógica que sirve de base a tal posible actitud, pues si de lo que se trata es de defender el interés social, el vínculo entre el 251 LSC y los correspondientes preceptos sobre impugnación de los acuerdos de la Junta general justifica sobradamente la pertinencia, al menos en teoría, de dicha técnica. En todo caso, parece evidente que la mera oposición al acuerdo, con ser, ciertamente, un medio indudable de defensa del interés social, no debería agotar la diligencia del consejero disconforme; por desgracia, a mi juicio, el código se ha limitado a mencionar únicamente dicho recurso, quizá por suponer que de este modo se podría acreditar la existencia de un buen gobierno corporativo, lo cual, como en seguida se verá, puede ser discutible.
Acabo de referirme a lo que constituye el “ser o no ser” del soft law, dentro del tema que nos ocupa, es decir, al seguimiento de las recomendaciones contenidas en los códigos de buen gobierno. Pero, si se mira bien, la recomendación número 23, en lo aquí examinado, no se dirige, en puridad, a la sociedad, la cual, en principio, es el único sujeto que habría de cumplir o explicar; su contenido se proyecta directamente sobre los consejeros, cuya actuación en defensa del interés social dentro del consejo parece pretenderse, apelando, de hecho, a sus deberes y, más en concreto, al de lealtad (art. 227, 1 LSC). Por lo tanto, no es fácil saber lo que deberá hacerse en este caso, desde el punto de vista del seguimiento de la mencionada recomendación: ¿habrán de recogerse en el informe anual de gobierno corporativo todas las oposiciones expresadas por los consejeros, así como su inexistencia, si éste fuera el caso? ¿Significará lo primero la constatación efectiva de un buen gobierno corporativo en la correspondiente sociedad, como cabría pensar de entrada, en tanto que la ausencia de oposiciones habrá de tenerse por lo contrario? O, rizando el rizo, la mencionada inexistencia ¿querrá decir, precisamente, que el gobierno corporativo es excelso, por no registrarse acuerdos o decisiones contrarios al interés social? Son demasiadas preguntas para un mero commendario, que ya está resultando demasiado largo, pero habría muchas más, todas ellas derivadas del modo, no precisamente adecuado, con el que se ha afrontado este, por otra parte, importante asunto.
José Miguel Embid Irujo