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MEDITACIÓN DEL CORONAVIRUS

Dr. José Miguel Embid Irujo - Universidad de Valencia

Sentado ante el ordenador, intento meditar, como todas las semanas, sobre el tema que será objeto del correspondiente commendario. Pero, no, las palabras no fluyen y el objetivo se revela de difícil cumplimiento; la situación colectiva no es fácil, aunque las cifras, incapaces de expresar por su misma exactitud la tragedia que cotidianamente describen, puedan sugerir lo contrario. Han muerto demasiados compatriotas, la inquietud presente no remite y la relativa al futuro muestra, por desgracia, un amplio margen de expansión. Y en la gran mayoría del ancho mundo, las cosas no van precisamente mejor. Resulta tentador, por ello, olvidarse del commendario y dedicar el tiempo a actividades que, sean éstas las que fueren, den a nuestro espíritu algo de consuelo.

Es este un tiempo de tribulación y quizá por ello debamos seguir la máxima ignaciana consistente, como es bien sabido, en “no hacer mudanza”. Vuelvo, pues, al ordenador y me da por pensar que, en su modestia, puede tal vez el commendario aliviar la congoja personal al servir –en su más afortunada versión, por supuesto- como cauce idóneo para, según quería Ortega, “hacer nuestro quehacer”; o, dicho de otra manera, para cumplir nuestro deber, si queremos expresar el mismo propósito de un modo que hoy parecerá antiguo, y, en todo caso, con mayor énfasis.

Me vienen ahora a la mente, en tal sentido, una conversación que mantuve hace ya años con María Fernanda Peña, querida colega venezolana, con motivo de su estancia en la Facultad de Derecho de Valencia para trabajar en su tesis sobre los grupos de sociedades. La desazón que me mostraba al hablar, ya entonces, de la muy complicada situación por la que atravesaba su país, expresando su decidida voluntad de hacer algo, por su parte, que contribuyera a resolver algún problema de los muchos existentes, me dio pie a decirle que la mejor actividad que podía desarrollar en beneficio de Venezuela consistía, precisamente, en trabajar con el mayor rigor posible en su tesis y concluirla sin demorarse demasiado.

He recordado con frecuencia aquella conversación producida en un contexto difícil, si bien desprovisto de la intensidad y la capacidad expansiva del ya tristemente famoso coronavirus, hoy utilizado para dar nombre al presente commendario. Poco significa, es cierto, el esfuerzo individual frente a una realidad adversa de dimensiones mundiales; no obstante, llevado de la lógica del Derecho de sociedades, expresiva del propósito de lograr colectivamente un fin común, seguiré ahora aportando mi grano de arena desde esta tribuna (no susceptible de contagio, según creo), seguro de confluir con muchas otras voluntades en el propósito de conocer mejor esta importante rama del ordenamiento.

Y es que, como sabemos, la pandemia no ha pasado de largo para las sociedades, como atestigua cumplidamente el Real Decreto-ley 8/2020, del que intenté dar una limitada semblanza en commendarios pasados. Porque, de la misma forma que la vida humana, aun sometida a confinamiento, no se detiene, también las personas jurídicas, huyendo ahora de todo antropomorfismo, han de continuar con las actividades idóneas para el cumplimiento de sus fines. Eso sí, el estado de alarma, por su propia razón de ser, ha alterado significativamente la operatividad de las sociedades mercantiles (aunque no sólo de ellas), y ha abierto una interesante temática de análisis, más allá de sus numerosos detalles, no siempre fáciles de interpretar, sobre la relación entre la norma vigente –en esencia, una serie de preceptos de la LCS-, ahora, si vale la paradoja, suspendida en su vigencia, y la norma excepcional.

No se trata, precisamente, de un asunto nuevo, si bien puede resultar un tanto sorprendente para los juristas actuales poco acostumbrados como estamos a este tipo de contingencias. Por lo demás, y dicho sea en passant, parece que vamos a tener un nuevo e inmediato aporte jurídico-mercantil del estado de alarma, en relación ahora con el Derecho concursal, que, según fuentes dignas de crédito, va a acentuar el relieve del preconcurso, relajando, mientras aquél dure y con alguna dilatación temporal, el alcance de muy distintos preceptos concursales.

Resulta evidente, por tanto, que la situación de crisis, inicialmente sanitaria e inmediatamente económica, se está enseñoreando del terreno jurídico con incidencia directa y profunda, como acabamos de ver, en algunos de los sectores más relevantes de la disciplina jurídica delimitada por el mercado y la empresa, sin que, por otra parte, quepa presumir la terminación a corto plazo de la senda de la excepcionalidad jurídica.

A la vista de lo expuesto, cabría pensar que el esfuerzo del jurista ocupado de estos asuntos habría de concentrarse en la comprensión esencial de la normativa mencionada, predisponiendo sus mejores habilidades para conseguir su más correcta aplicación. Sin duda este planteamiento es acertado en su contenido esencial, si bien es dudoso que lo sea de manera plena, sobre todo si se aspira, como parece lógico, a que el árbol de lo excepcional no oculte el bosque de lo cotidiano.

Y es que, por su propio carácter, toda regulación excepcional tiende a oscurecer la vigencia y también el sentido de aquellos sectores normativos (la gran mayoría del ordenamiento, si se mira bien) carentes de esa singular nota. Que esto sea así, no quiere decir, sin embargo, que debamos llevar sus consecuencias más allá de lo que resulta razonable, olvidando otras tareas, desde luego necesarias en su decurso cotidiano, e, incluso, desde otra perspectiva, también urgentes. Pienso, en tal sentido, como se deduce de algún commendario escrito no hace mucho, en dar cauce definitivo a la directiva relativa a la implicación de los accionistas, reactivando, por segunda vez, el Anteproyecto de 2019; y ello, sin perjuicio, claro está, de otras directivas, más recientes, cuyo análisis no debería aplazarse indefinidamente, a riesgo de incurrir en inconvenientes y costosos retrasos.

Como estas recomendaciones inciden directamente en la actuación del Estado, dado que a él se dirigen las directivas europeas, según es bien sabido, no faltará quien alegue la necesidad de concentrar los esfuerzos estatales en la superación de la pandemia, de modo que quedará poco espacio o, incluso, ninguno para las tareas ahora propuestas. Pero en el Estado hay muy distintas instituciones e instancias susceptibles de ser activadas a este y a otros fines, alejados de la “primera línea” en la que han de situarse, por imperiosa necesidad, las que ahora vemos por doquier en el ámbito de esa entidad sencilla e inexorable que es el “mando único”, trasunto nada encubierto, si bien con los debidos ajustes constitucionales, de figuras y procedimientos ya conocidos desde la República romana.

Porque esas instituciones e instancias del Estado, antes aludidas, existen y gozan, salvo error por mi parte, de buena salud, me parece importante llamarlas ahora al desarrollo, dentro de sus competencias, de la más completa actividad en la línea de lo aquí propuesto. Y cuando el coronavirus nos abandone, a ser posible para siempre, nos encontraremos con que la tarea está ya terminada; no se trata de correr sino, como diría Gracián, de “no dejar nada para mañana”.