La historia de las instituciones jurídicas o, más ampliamente, la historia del Derecho es una empresa intelectual del mayor interés, pero, a la vez, suscita problemas de muy diverso orden que la convierten en una disciplina de cultivo difícil. Al fin y al cabo, quien aspire a reflejar en una obra científica el curso normalmente sinuoso de una determinada figura jurídica (o de una regulación específica, o de un operador jurídico) habrá de armonizar dos perspectivas diversas, cuya conjunción no resulta precisamente sencilla. En primer lugar, la del historiador, conforme a la cual lo relevante es, ante todo, la descripción y comprensión de la línea evolutiva del supuesto estudiado, mediante la consideración detenida, desde luego, de los documentos pertinentes, una vez fijados sus términos y depurados de añadidos y extrapolaciones; pero también, y de manera destacada, al historiador le interesan con especial intensidad aquellas circunstancias, casi siempre ajenas al Derecho, que han acompañado y en ocasiones influido decisivamente en el contenido de la figura analizada.
Sin perjuicio, por ello, de la imprescindible perspectiva histórica, resulta preciso concitar en el estudio histórico del Derecho, de otro lado, la perspectiva del jurista “dogmático”, a falta de mejor adjetivo disponible en este momento. Para él, a diferencia del historiador, lo decisivo se sitúa, más bien, en la arquitectura interna de la figura objeto de estudio, es decir, en la trama de conceptos y fórmulas inequívocamente jurídicas, susceptibles de expresar con nitidez los poderes, cargas y obligaciones de los sujetos involucrados. Y lo mismo habrá de decirse, salvadas las distancias, de aquellos casos en los que la atención recaiga en concretas regulaciones, en escuelas de juristas o en fenómenos equivalentes. Por ello, el análisis histórico del Derecho que pretenda satisfacer tanto las exigencias de Clío como las del método jurídico más aquilatado habrá de integrar y, en lo posible, armonizar las orientaciones diacrónica y sincrónica, muchas veces alejadas y, en ocasiones, contrapuestas.
Las dificultades de tratamiento que, sumariamente, acabo de expresar quizá sirvan para poner de manifiesto las particularidades propias de la historia de las instituciones jurídicas, tanto en lo que atañe a su condición de disciplina propia del curriculum formativo de los juristas, como, a la escala particular del Derecho Mercantil, en lo relativo a los problemas, discontinuidades y arritmias que afectan al conocimiento histórico de sus figuras y supuestos fundamentales. Sin tiempo ni competencia para adentrarme en la primera vertiente, cuestión, por lo demás, básica si se quiere llegar a saber el quid específico de una Facultad de Derecho, me referiré a la vacilante y, por lo demás, escasa atención de los mercantilistas españoles, incluido quien suscribe, al asunto que centra el objetivo del presente commendario. No ha sido este el caso, en cambio, de los historiadores del Derecho, a partir, sobre todo, de la importante obra del profesor Martínez Gijón, con especial atención, por otra parte, al Derecho de sociedades. Y en este punto de poco puede servirnos la habitual referencia a la historicidad de nuestra disciplina como estímulo para que los profesores de Derecho Mercantil “arrimen el hombro” en la sin duda difícil y no muy lucrativa tarea, tanto en el propio terreno monetario como de promoción académica, de la elaboración de estudios históricos-jurídicos ceñidos a su marco específico.
Buena prueba de lo que antecede nos la proporciona la segunda mitad del pasado siglo, en la que la brillantez de la doctrina mercantilista española desde la perspectiva que aquí hemos denominado dogmática no encuentra términos de correspondencia equiparables a la hora de considerar la historia de sus específicas instituciones. Con todo, existen excepciones, de tomo y lomo, que podemos situar precisamente en el principio y en el final de dicho período; me refiero, de un lado, a Sainz de Andino y la codificación mercantil (1950), obra espléndida de Jesús Rubio, hace tiempo agotada y casi desconocida, por desgracia, para los mercantilistas jóvenes; de otro, aludiré a El origen de la sociedad anónima en España (1998), brillante monografía de Santiago Hierro, sin duda el mayor experto actual, por conocimiento y por afición, en el estudio histórico de nuestra disciplina. Se trata, sin duda, de “dos egregias trufas” (Ortega dixit), a las que han acompañado algunos trabajos más, siempre pocos, cuya cita aquí, no obstante su indudable valor, alargaría en exceso este commendario.
Por la ya aludida escasez de aportaciones sobre la historia del Derecho Mercantil en sus distintas vertientes, hay que saludar la muy reciente publicación del libro La ley de sociedades anónimas de 1848 (Valencia, Tirant lo Blanch, 2016), del que es autor Rafael Ansón Peironcely, abogado en ejercicio y profesor de nuestra disciplina. La obra, originariamente tesis doctoral, dirigida por el profesor Sánchez-Calero Guilarte, expone con cuidadoso detalle las razones que promovieron la aprobación de la indicada ley, el iter formativo de sus preceptos y, con particular detenimiento, el régimen jurídico de la sociedad anónima en ella contemplado. Se trata de un trabajo que interesará, desde luego, a los historiadores del Derecho, por el cuidado en el acopio y tratamiento de las fuentes documentales pertinentes para el estudio, así como por la adecuada consideración del ambiente en el que se forjó. Pero, del mismo modo, atraerá la atención de los mercantilistas dogmáticos, a la vista del rigor con el que se contemplan los aspectos básicos de la sociedad anónima regulada en la ley de 1848, no precisamente lejanos a los que, en nuestros días, interesan a los estudiosos del Derecho de sociedades de capital. Mi enhorabuena a Rafael Ansón va acompañada de una calurosa invitación a la lectura de su obra.
José Miguel Embid Irujo