Desde hace tiempo, constituye objeto de debate en nuestra doctrina, con importantes aportaciones por parte de la Jurisprudencia, la singular figura de los llamados “acuerdos negativos”. Es ésta una denominación de no fácil entendimiento a priori, si bien la experiencia acumulada permite, como primera y esencial cuestión, determinar el alcance de la fórmula. Y es que bajo ella pueden cobijarse dos supuestos diversos y, por tanto, de inconveniente subsunción dentro de una identificación unitaria. De un lado, se ha hablado de acuerdos negativos para describir aquellas resoluciones de la Junta general en las que se rechaza o se repudia una determinada propuesta, obteniendo a tal fin la mayoría legal o estatutariamente establecida.
Si se mira bien, en tal caso no hay propiamente “acuerdo negativo”; hay acuerdo, sin más, con un contenido específico mediante el que se desestima lo pretendido por quien o quienes presentaron la propuesta de acuerdo, sean estos sujetos los que fueren. Y no hay, al menos en mi opinión, acuerdo negativo porque, de pensarse lo contrario, no quedaría más remedio que afirmar por doquier lo que cabría denominar “la negatividad jurídica”, trayendo a colación a nuestro campo la “Dialéctica negativa” que, en su día, patrocinó, con la complejidad en él habitual, el conocido filósofo germano Theodor Adorno. Y es que, de afirmarse tal orientación, deberíamos postular a todas horas la existencia, por ejemplo, de multitud de sentencias negativas, de resolución de recursos de carácter negativo, y así sucesivamente, según el ámbito en el que situáramos nuestra indagación.
Por lo que se deduce del cuidadoso examen llevado a cabo por nuestros autores, el acuerdo -así llamado- “negativo” pretende identificar aquellas situaciones en las que, con independencia de las circunstancias concretas, no se llegó a alcanzar en la correspondiente junta la mayoría legal o estatutariamente establecida. Estaríamos, entonces, ante propuestas frustradas de acuerdos, pues, aunque el asunto se sometió a votación y se produjo la emisión del voto por parte de los socios presentes y representados, en su caso, la no obtención de la mayoría preceptiva frustró su efectiva adopción.
De este modo, y quizá con mayor propiedad, deberíamos hablar de “no acuerdos”, aunque la expresión lingüística del concreto supuesto de hecho no resulte precisamente elegante. Y ello, sin necesidad de preguntarnos cuál fue el instrumento para que, tras la deliberación y la votación, se desembocara en el “no acuerdo”. No parece aventurado afirmar, a este respecto, el relevante papel que puede jugar el supuesto del empate, algo que, al menos en teoría, resulta de difícil consecución, sobre todo si se parte de una sociedad integrada por una pluralidad de socios.
Pero la práctica conoce con frecuencia no escasa situaciones diversas, siendo proclive para la producción del empate la figura de la llamada “sociedad conjunta” (joint venture corporation), donde el reparto equivalente de capital y de votos entre sus dos socios componentes puede abocar a reiterados “no acuerdos”. Sin perjuicio de la constancia en estatutos de cláusulas de desempate, las tensiones y los conflictos entre socios pueden abocar a estas sociedades a una situación de inestabilidad crónica, con parálisis orgánica y posible desenlace en un escenario de disolución.
Más allá de consideraciones de orden tipológico, ciertamente significativas en el contexto que ahora nos ocupa, la cuestión necesitada de esclarecimiento desde el punto de vista jurídico consistirá, entonces, en decidir si ese “no acuerdo” constituye, en realidad, un concreto acuerdo. Si se aceptara esta posibilidad, lo que entre nosotros es objeto de discusión, se abriría el paso, por ejemplo, a la correspondiente impugnación judicial, o a su oportuna inscripción en el Registro mercantil. Ha sido más frecuente debatir en torno a la primera consecuencia, tal y como se deduce no sólo del examen de la doctrina, sino también de los diversos pronunciamientos jurisprudenciales vertidos al efecto. Invito al lector, en tal sentido, a la consulta del reciente trabajo del profesor Rafael La Casa, bien informado y adecuadamente sistematizado, como suyo, en el homenaje al profesor Ángel Rojo, cuya participación originaria en este debate resulta bien conocida.
El caso es que la resolución de 31 de octubre de 2024 (BOE de 22 de noviembre) de la Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública se ocupa de un acuerdo negativo o, mejor, con arreglo a lo dicho hasta ahora, de un no acuerdo producido en la junta general de una sociedad anónima, resultado del empate entre sus dos socios con motivo de la votación llevada a cabo en la correspondiente junta general respecto de un determinado punto del orden del día. Ante la caducidad del cargo de los dos administradores solidarios, se trataba en ese punto de acordar, en su caso, la reelección de uno de ellos, dejando el otro puesto vacante.
En ese contexto, se produjo el empate y posterior presentación ante el Registro mercantil para su inscripción del acta notarial de la junta en la que se recogía “la no aprobación de la propuesta sometida a votación relativa al primer punto del orden del día (reelección de administradores solidarios) al producirse un empate en aquella”. El registrador calificó negativamente la solicitud por entender que, en la situación descrita, no era posible adoptar acuerdo alguno, al tiempo que denegó la inscripción solicitada; a tal efecto afirmó, entre otras cosas, que la normativa vigente, de la que se cita, entre otros preceptos, el art. 198 LSC, “no contempla mecanismos que permitan resolver los empates que eventualmente se pueden producir en el seno de la Junta”. Interpuesto el correspondiente recurso, la Dirección General lo desestimó, confirmando la calificación impugnada.
En los primeros apartados de la resolución, recuerda el Centro directivo el contenido de una decisión suya precedente, en concreto, la de 26 de octubre de 2005, en la que se ocupó de un supuesto análogo, referido asimismo a una sociedad anónima. Aunque el contexto normativo era otro, la citada resolución afirmó, al igual que el registrador respecto del supuesto en estudio, la inexistencia de solución legal para el caso de empate.
Y tal criterio se considera en la actual resolución “extrapolable también al régimen de la sociedad limitada (el artículo 198 citado en la calificación se refiere a dicho tipo social), dada la identidad de razón y voluntad de sistemática que persigue la vigente Ley de Sociedades de Capital”. Se desestima, de este modo, la alegación del recurrente, mediante la cual se ponía de manifiesto el distinto tipo social de la sociedad afectada (anónima, como sabemos), frente a la cita por el registrador de un precepto directamente aplicable a la sociedad de responsabilidad limitada.
En cualquier caso, el precepto alegado en la nota de calificación, como tantos otros de la LSC, referidos a todas las sociedades de capital, afirma la vigencia del principio mayoritario como criterio decisivo para la adopción de acuerdos por las correspondientes juntas generales. Haciendo suya, de nuevo, la doctrina contenida en otra resolución (en concreto, la de 24 de octubre de 2017), se declara lapidariamente que “el principio mayoritario encuentra su aplicación en la formación de acuerdos colectivos”, para añadir de inmediato que “se trata de un criterio técnico de organización de los intereses de los socios en orden a la formación del interés social, que se hace descansar en la decisión de la mayoría, concediendo un sistema de control razonable a la minoría”.
Situadas las cosas en estos términos, no puede sorprender que el Centro directivo rechace la postura del recurrente “en orden a la distinción entre acuerdos propiamente dichos y acuerdo o acuerdos <<no adoptados>>”. A ello no se opone la STS de 23 de marzo de 2021, expresamente citada en la resolución, si bien con notable cautela; en dicho fallo “se acepta la existencia de la categoría del <<acuerdo social negativo>>, susceptible de impugnación -pero en sede judicial, no se olvide-; máxime si despliega efectos, o consecuencias jurídicas desfavorables, para la sociedad de que se trate”.
Con todo, recuerda la Dirección General que el art. 94 RRM prevé la inscripción en la hoja abierta a cada sociedad del “nombramiento y cese de administradores”, o, lo que significa lo mismo, en relación, sobre todo, con el expediente objeto de análisis, la inscripción “del acuerdo por el que se nombran o se cesan; más no el acuerdo negativo, o lo que es lo mismo, el desacuerdo”. En términos más generales, y a mayor abundamiento, se recuerda a continuación, quizá con un cierto tono pedagógico, que “la inscripción de sujetos y de actos en el Registro Mercantil está sometida al principio de tipicidad, pues existe numerus clausus de sujetos y de actos inscribibles”.
Dentro de esa conocida enumeración, no se encuentran recogidos “los <<no acuerdos>>ni los <<desacuerdos>> que, en el supuesto de hecho que motiva el presente recurso -no lo olvidemos-, es un empate en una votación en junta general que no es posible deshacer”, sin que sirva como elemento atenuante o, incluso, como posible vía de excepción lo dispuesto en el art. 378, 5º RRM en relación con la falta de depósito de las cuentas anuales por no haber sido aprobadas por la junta general.
De este modo, la ineludible vigencia del principio de tipicidad registral, así como la necesaria observancia de los quórums y mayorías establecidos en la LSC para que la junta general de las sociedades de capital pueda adoptar válidamente acuerdos, cierran “cualquier vía de acceso registral a una categoría, tan discutida doctrinalmente, como la de los <<acuerdos negativos>>”. Es evidente que estos últimos, aun “situados extra muros del regular funcionamiento de la sociedad”, podrán gozar de un cierto relieve jurídico “y sin duda pueden servir de amparo, vía artículo 204 de la citada ley, a sostener determinadas pretensiones en un ulterior proceso judicial”.
No pueden servir, en cambio, “para causar asientos en el Registro Mercantil”, o, dicho de otra forma, “no cabe que el Registro Mercantil publique esas situaciones de desacuerdo”, y es que “la posible solución a esas situaciones, o la eventual depuración de responsabilidades por posibles perjuicios causados a la sociedad derivados de aquellas, son cuestiones ajenas al Registro Mercantil, quedando reservadas al orden jurisdiccional”.
La resolución brevemente glosada en el presente commendario debe considerarse acertada, tanto en el resultado decisorio, como en el camino recorrido para obtenerlo: al mismo tiempo, atesora un considerable interés por ocuparse de los acuerdos negativos, entendidos en sentido estricto -lo que resulta correcto- como “no acuerdos” o, según el enunciado literal expresado en la resolución, como “desacuerdos”. Merece la pena destacar, en tal sentido, la cautela que ante tal categoría muestra el Centro directivo, como se deduce de las variadas precisiones efectuadas en torno a su auténtico significado, pero también mediante la referencia a la división doctrinal en la materia.
No ignora la Dirección General, como ha habido ocasión de comprobar en diferentes momentos, que la discutida categoría que nos ocupa puede conseguir cierto relieve jurídico, particularmente en el orden jurisdiccional. Pero esa circunstancia, tratada de manera no del todo uniforme en nuestra jurisprudencia, no puede ser trasladada sic et simpliciter al ámbito registral, por las razones que repetidamente se exponen en la resolución analizada. Por lo tanto, el acuerdo negativo, entendido como no acuerdo o como desacuerdo -dejamos al lector que elija lo que más le agrade-, resulta inidóneo para acceder al Registro mercantil y no se ve la manera, por mucha entidad que se quiera otorgar a la categoría que nos ocupa, para superar esta objeción.
No estoy del todo seguro de que, como se señala en algún apartado de la resolución, resulte imposible establecer mecanismos estatutarios para deshacer y superar una situación de empate, causante del desacuerdo objeto de la resolución. La mención, efectuada al principio de este commendario, a las sociedades conjuntas, donde el empate puede hacerse crónico, con las perjudiciales consecuencias suficientemente conocidas, permite afirmar no solo la validez, sino también la oportunidad y la conveniencia de prever mecanismos diversos, dentro y fuera de los estatutos, para la solución del problema. Otra cosa será el dictamen que pueda hacerse en torno a la pertinencia de alguno de esos mecanismos, así como sobre su encaje en el Derecho de sociedades; en todo caso, y para mayor información, me permito remitir a los interesados en este asunto al libro, tan valioso, que el profesor Jorge Miquel escribió en su día sobre la sociedad conjunta y cuya lectura, a pesar del tiempo transcurrido, sigue siendo fructífera.