El último commendario, con la alusión al asunto Polbud y al fallo que, al respecto, pronunció el Tribunal europeo de Justicia, sirvió para poner de manifiesto, una vez más, el protagonismo que en el desarrollo del Derecho de sociedades en la Unión europea corresponde en los últimos años a la Jurisprudencia. Y aunque no faltan aportaciones del legislador, con distinta vestimenta jurídica y también con distinto alcance, es cierto que, como la propia sentencia Polbud indicaba, resulta notoria la insuficiencia de la normativa en materia societaria, cuyo ritmo de evolución no puede considerarse armónico. Pero tampoco resulta previsible, a pesar de la existencia de distintos “planes de acción”, todos ellos bienintencionados e incluso ambiciosos, que suelen dan lugar a un aluvión de publicaciones tanto en medios académicos como profesionales, condenadas, por lo común, a ser rápidamente olvidadas a pesar del interés objetivo que concurre en muchas de ellas.
Me quiero referir hoy, no obstante, a una directiva en materia societaria que, sin ser de anteayer, resulta todavía reciente y que, a la vez, ilustra de manera notoria el singular ritmo –por no decir la falta de ritmo- que aqueja a la elaboración del Derecho de sociedades en la Unión europea desde la estricta vertiente normativa. Se trata de la directiva 2017/828 del Parlamento europeo y del Consejo, de 17 de mayo de 2017, por la que se modifica la Directiva 2007/36/CE, en lo que respecto al fomento de la implicación a largo plazo de los accionistas. No se trata de un texto que haya surgido de la nada, pues son varios los años transcurridos desde las primeras propuestas, sometidas, como acontece en todo acto normativo de la Unión –con particular relieve en las directivas societarias-, a intenso debate científico, interpretativo y, por qué no decirlo, también a las presiones de los distintos Estados miembros.
Por suerte (fórmula ésta que no envuelve ningún juicio soterrado de valor o de desvalor), se ha conseguido un texto definitivo, inserto, por lo demás, en el ámbito específico de las sociedades cotizadas y, más concretamente, en el mundo sin orillas del gobierno corporativo, repetidamente aludido en diferentes documentos comunitarios y, de manera más concreta, en el plan de acción de 2012. Y el modo de llevarse a cabo esa inserción, aun referido al ejercicio de los derechos de los socios en dichas sociedades, se traduce esencialmente en las posibilidades que pueda ofrecer en el contexto corporativo una noción –la transparencia- que constituye en nuestros días una suerte de panacea o fórmula mágica para la resolución o, cuando menos, el encauzamiento de las situaciones complicadas o conflictivas.
De este modo, la directiva, además de modificar algunos aspectos del texto de 2007, así como de introducir o confirmar algunas definiciones necesarias a los efectos de su mejor aplicación (“intermediario”, “inversor institucional”, “gestor de activos”, “asesor de voto”, “parte vinculada”, entre otras), aporta nuevos preceptos y capítulos en relación todos ellos con su concreta orientación. Así, se contempla la posición de los propios accionistas con vistas a su plena y perfecta identificación, pero también de cara a que puedan disponer de toda la información necesaria para el mejor y más eficaz ejercicio de sus derechos (capítulo 1 bis). No se trata, desde luego, de una pretensión abstracta del legislador europeo, susceptible de agotarse en sí misma, sino de servir a un propósito de mayor aliento, como es el de promover la efectiva implicación de los socios, cualquiera sea su posición e interés, en el funcionamiento cotidiano de la sociedad mediante su más activa participación. Este propósito, nada revolucionario ni original, por cierto, requiere en nuestros días de la colaboración de diferentes agentes, pero también del empleo de sofisticados medios tecnológicos que salven la distancia entre los teóricos propietarios de la empresa y sus gestores, al tiempo que reduzcan la opacidad de los procesos de decisión y las posibles interferencias de los reseñados agentes.
Por tal motivo, algunos de los nuevos capítulos de la directivas se refieren, además de a los accionistas, a ciertos sujetos (a quienes aquí venimos llamado agentes), bien directamente insertos en la estructura corporativa, bien colocados profesionalmente alrededor o en las proximidades de la persona jurídica societaria. Se aspira de este modo en diversas normas a lograr la transparencia respecto de inversores institucionales, gestores de activos y asesores de voto (capítulo 1 ter), merced al establecimiento de diversas obligaciones de disclosure a su cargo, cuyo detalle y amplitud constituye una de las características más destacadas de la directiva que ahora nos ocupa.
Esa transparencia se postula con singular intensidad en relación con el tratamiento de las transacciones de la sociedad con las denominadas “partes vinculadas” (art. 9 quater), uno de los temas de mayor trascendencia de los contenidos en el texto comunitario y cuya efectiva regulación ha estado sometida a debates y presiones de todo signo. Es importante señalar que no sólo ha preocupado al legislador europeo el conseguir la más detallada información sobre este tipo de transacciones en beneficio de los socios de la sociedad involucrada en ellas; también ha pretendido someter dichas operaciones a un control efectivo, cuya particular concreción se deja, no obstante, a los Estados miembros. En tal sentido, se indica (apartado 4 del reseñado artículo 9 quater) que “los Estados miembros garantizarán que las operaciones importantes con partes vinculadas cuenten con la aprobación de la junta general o del órgano de administración o de supervisión de la sociedad con arreglo a procedimientos que eviten que una parte vinculada se aproveche de su posición y proporcionen una protección adecuada de los intereses de la sociedad y de los accionistas que no sean partes vinculadas, incluidos los accionistas minoritarios”.
No es ésta, con todo, la única y la última palabra de la directiva, ya que, como también es usual en textos de ámbito europeo, vienen a continuación matices diversos, posibilidades de exclusión y remisión, en última instancia, a la voluntad de los Estados miembros, a la hora de comprender en su totalidad el fenómeno que nos ocupa. Son muchos los complementos que a la regla transcrita deberían añadirse a fin de conseguir, de manera plena, la fotografía completa de política jurídica sobre las transacciones con partes vinculadas desde la perspectiva de la Unión europea.
No entraré en tales complejidades, a fin de salvaguardar en lo posible, la economía propia de esta sección, por lo que aludiré, meramente, al apartado restante de la directiva, en materia de remuneración de administradores (art. 9 bis). En él encontramos, una vez más, el criterio, verdaderamente determinante en toda la directiva, de la transparencia, junto con la posibilidad de intervención de los accionistas en lo que atañe a la concreción de los detalles en materia tan sensible y de tanta incidencia en la imagen y realidad patrimonial de la sociedad.
Este sumarísimo repaso al contenido de la directiva 2017/828 –que ha de quedar incorporada al Derecho interno de los Estados miembros como fecha límite el 10 de junio de 2019- puede servir para poner de manifiesto, como primera y principal idea, la continuidad del Derecho europeo de sociedades, sin perjuicio, claro está, de las reservas y matices expresados a lo largo del commendario. Suelen hablar los penalistas de la naturaleza fragmentaria de su disciplina y ese calificativo, sin entrar en mayores honduras de una materia por demás compleja y llena de sutiles disquisiciones dogmáticas, se aviene de manera especialmente intensa con el Derecho europeo de sociedades. No parece posible que esa singular característica pueda quedar superada en los próximos tiempos; y ello, desde luego, por la dificultad indudable de dejar definitivamente construido el edificio societario en el marco de un intenso proceso interactivo, de carácter a la vez jurídico y económico, entre la Unión, sus Estados miembros y las fuerzas del mercado, de difícil traducción en términos precisos y aceptables para todos los actores.
Pero a la vez, y en conclusión, esa continuidad se refleja también en los instrumentos de que se sirve el legislador comunitario para la consecución de los fines pretendidos con la directiva y entre los que destaca de manera significativa la promoción de la transparencia. Nada hay de estrictamente novedoso en este propósito, pues ya se advertía, con singular intensidad, en la segunda mitad del pasado siglo dentro de numerosos ordenamientos, en cuyo seno la información, sin dejar de ser un particular derecho subjetivo del socio, se convirtió en una necesidad imperiosa al servicio de intereses diversos dentro y fuera de la estructura societaria. El maestro Rodrigo Uría lo advirtió con clarividencia (véase su libro La información del accionista en el Derecho español, Madrid, Civitas, 1976, pp. 53 y sigs.) al referirse a la necesidad de que la “política informativa” dentro del Derecho de sociedades se orientara progresivamente a la consecución de una información más completa, más veraz y más pública.
Ahora, y dentro del marco específico de las sociedades cotizadas, la temática involucra a un número superior de agentes, con protagonismo extraordinario del mercado y con la incidencia progresiva y determinante de las nuevas tecnologías. No se trata de decir, clásicamente, que no haya nada nuevo bajo el sol, pero sí de mostrar las “líneas de fuerza”, como diría el maestro Girón, que en este y en tantos otros temas permiten enlazar el pasado con el futuro, a través de un presente fluido y no siempre fácil de comprender.
José Miguel Embid Irujo