Todavía reciente la desaparición del profesor Justino Duque, he tenido noticia del fallecimiento del profesor Carlos Fernández-Nóvoa, admirado y querido colega universitario. Discípulo directo, y muy próximo, del maestro Garrigues, Fernández-Nóvoa ha representado un claro ejemplo de rigor científico y de continuidad académica al servicio siempre de una visión ponderada y ecuánime del ordenamiento jurídico y de la realidad social sobre la que éste ha de proyectarse de manera necesaria. Así se deduce de su larga trayectoria universitaria, y también de su amplia y renovadora labor de investigación. Decir que Carlos Fernández-Nóvoa ha sido un gran mercantilista rozaría, por ello, la obviedad y no requiere tal aserto un especial esfuerzo de comprobación. Afirmar que su Leistung (en término alemán cuyo empleo seguramente le agradaría) se ha caracterizado por un continuo e intenso afán innovador exige, seguramente, alguna explicación más detallada.
Para muchos, incluso ajenos a la Universidad, resulta notorio que Carlos Fernández-Nóvoa dedicó buena parte de su tiempo a configurar entre nosotros el Derecho de la propiedad industrial, materia que desde él, y con la ayuda posterior de muchos otros, sobre todo discípulos suyos, es internacionalmente homologable. Puede parecer esta frase un tanto descomprometida y carente de valor; no es ese mi criterio y precisamente por ello la he empleado. Para quien recuerde, aunque sea con lejanía, el estado de la cuestión del que Fernández-Nóvoa partió comprenderá de inmediato la trascendencia de la fórmula. No sólo era muy defectuosa la regulación, con, entre otras cosas, aquellas “erratas de imprenta” en la reforma del Estatuto de la Propiedad Industrial, sobre las que ironizó Díaz Velasco; la situación doctrinal, por su parte, mostraba carencias extraordinarias y no había incentivos o estímulos para revertirla. Ello se debía a que la propiedad industrial (por mantener la añeja terminología) no gozaba de una nítida adscripción sistemática, sino que, como un ejemplo más de “propiedad especial” (al lado del derecho de autor), se situaba en una zona imprecisa entre el Derecho civil y el Derecho mercantil. Y, por último, como objeto docente, cabría decir, nuestra materia no merecía particular consideración por los profesores; un par de lecciones, a lo sumo, con referencias convencionales en el programa, zanjaban, por lo común, su exposición a los alumnos, que solían salir de la Facultad sin apreciar su hondo significado.
Tras la obtención de la cátedra y una vez radicado en la Universidad de Santiago de Compostela, comenzó Fernández-Nóvoa esa tarea configuradora de la disciplina, para la que sólo disponía de escasos recursos, como consecuencia, entre otras cosas, de su ya advertido carácter marginal entre los estudiosos. No era seguro, por otra parte, que la perspectiva mercantil atribuyera a los tratadistas ventajas particulares para su consideración y estudio sistemático. Sin embargo, la vinculación con la empresa (prematuramente delimitada, en sus aspectos jurídicos, por nuestro autor) de sus principales modalidades sirvió como elemento aglutinante para su tratamiento unificador en el ámbito de los procesos económicos en los que aquella participa o de los que es sujeto activo. Y, al mismo tiempo, el derecho de exclusiva atribuido al titular del bien inmaterial situaba a nuestra materia, por oposición sólo aparente, en la órbita de la competencia y, por tanto, dentro del mercado. El doble relieve, empresarial y concurrente, permitía, pues, justificar la trascendencia del Derecho Mercantil para el estudio de la propiedad industrial.
Con estos pertrechos y con el apoyo continuo en la mejor doctrina internacional, especialmente la alemana y más adelante la de los países anglosajones, llevó a cabo Carlos Fernández-Nóvoa un esfuerzo intelectual que sería inexacto calificar de reconstructivo, pues no había, propiamente, una realidad necesitada de reconstrucción, sino estrictamente creativo. Gracias a su labor, continua y rigurosa, el Derecho de la propiedad industrial, pero también la ordenación jurídica de la competencia, con especial influjo en la lealtad concurrencial, dejaron de ser entre nosotros sectores exóticos o desconocidos, para pasar a integrarse en el amplio campo del Derecho de la empresa y de la economía, sobre la base de una articulación interna conceptualmente bien trabada.
Todo lo dicho bastaría para acreditar la dimensión innovadora del profesor Fernández-Nóvoa en el plano puramente intelectual. Pero, como es bien sabido, nuestro autor no se limitó a ser un mero estudioso o un “jurista de gabinete”, figura censurada, con razón, por el maestro Garrigues; es decir, un sabio más o menos despistado que reflexionaba en soledad y al margen de toda consideración circunstancial, sobre una determinada materia científica. Fernández-Nóvoa salió de la biblioteca para acercarse a la sociedad y vincular el Alma Mater con la realidad de su tiempo; en ese terreno se inserta la temprana creación, por un lado, del “Instituto de Derecho Industrial”, como centro especializado de investigación en el ámbito de dicha disciplina, así como, por otro, de la revista “Actas de Derecho Industrial”, publicación específica en dicho campo. El acierto de esta nueva vertiente innovadora lo corrobora la continuidad ininterrumpida de ambas realizaciones hasta el momento presente, habiendo incrementado las dos su carácter de piezas de referencia para quienes -por suerte, cada vez más- se interesan por el estudio y la investigación del Derecho de la propiedad industrial y de la competencia, dentro y fuera de la Universidad.
Muchas otras cosas, como la referencia a su actividad de abogado, entre otros cometidos, podrían añadirse a lo escrito para destacar el relieve del gran profesor que nos ha dejado. Sus muchos discípulos, integrantes de una escuela prestigiosa y bien nutrida, glosarán con más acierto que yo la figura insigne de Carlos Fernández-Nóvoa, a la que este modesto commendario sólo ha pretendido recordar desde el afecto y la admiración.