El congreso del que aquí se habla nada tiene que ver con el poder legislativo, por lo que los interesados en el Derecho parlamentario quizá deberían suspender ahora la lectura del presente commendario, en el caso de que hubieran llegado a iniciarla. Porque la reflexión que pretendo desarrollar, aun coincidente en el término identificativo, nada tiene que ver con dicho ámbito y sí con una de las manifestaciones habituales del quehacer científico; hablo, por ello, de congresos como supuestos de concurrencia de investigadores, por lo general profesores universitarios, aunque no sólo, con la finalidad de exponer los resultados de sus trabajos en curso. En una época donde la tríada I+D+i se ha convertido en algo más que un tópico, la idea del congreso que se acaba de esbozar habría de constituir uno de sus elementos principales; por ello, todos los días asistimos a noticias, más o menos relevantes, sobre congresos, por lo común referidos a las ciencias que, a falta de mejor calificativo y siguiendo la conocida clasificación de Dilthey, llamaré de la naturaleza, en contraposición a las denominadas “ciencias del espíritu”, entre las que habríamos de incluir, con todos los matices que se quiera, al Derecho.
Frente a un pasado, no demasiado lejano, en el que los juristas de nuestros país no practicaban la “elegancia social” del congreso, los últimos años nos han deparado una notable proliferación de esta actividad científica, extendida a todas las disciplinas y con caracteres generalmente idénticos. No ha sido ajena a esta moda, porque algo de eso tiene, la necesidad de emplear los recursos de los proyectos de investigación en actividades de este tipo, y si en ocasiones se nota algún forzamiento en el contenido, bien puede darse este defecto por sanado, a la vista de los muchos beneficios que la celebración de congresos está produciendo en el mundo jurídico. Beneficios que se reparten desde luego entre los ponentes y comunicantes, muchas veces, como digo, provenientes del mundo universitario, a la vista de la necesidad de consignar en los procedimientos de acreditación (aunque no sólo en ellos) los méritos, real o supuestamente, vinculados con la intervención en un determinado congreso.
Pero esos beneficios han de extenderse, del mismo modo, al público asistente, radicado, de manera inevitable, en el ámbito de las profesiones jurídicas, y que pone de manifiesto una característica no propiamente original de nuestros congresos, aunque sí notoria, por regla general, en ellos. Se trata de que tales congresos son eventos científicos con público y esta nota, quizá insólita en épocas más clásicas -y aun modernas, si no referimos a las ciencias de la naturaleza- añade un elemento de interés que bien merece una pequeña reflexión. Para su desarrollo es preciso partir de otro hecho relevante, cual es la presencia en su seno de juristas de todas las profesiones, desde luego entre los asistentes, pero también en el elenco de quienes exponen su saber sobre la temática del específico congreso, mediante la oportuna ponencia o, en su caso, con una más reducida comunicación.
Con esta plural concurrencia, se reduce notoriamente el protagonismo de los juristas académicos, para dar lugar a un fenómeno que, a mi propio riesgo, denominaré de “integración jurídica”; es decir, el congreso jurídico de nuestros días constituye, por supuesto, un terreno privilegiado para la exposición de las “nuevas tendencias” sobre una determinada materia o, de modo menos innovador, para fijar las orientaciones básicas respecto de una cuestión problemática. Pero también, y sobre todo, configura un idóneo espacio comunicativo para el intercambio de pareceres con arreglo a las diversas perspectivas que trae consigo un sector del saber, como el Derecho, inevitable y necesariamente proyectado sobre la realidad social. Y es que, si en demasiadas ocasiones se ha reprochado a los universitarios su alejamiento de la realidad y su reclusión en una aparente torre de marfil, la presencia habitual en los congresos (de Derecho mercantil o de otras disciplinas, claro está), de juristas de cualquier oficio, permite poner de manifiesto que el análisis riguroso de las materias propias de nuestra especialidad es altamente conveniente para todos; o, dicho de otra manera, que nunca hay una mejor práctica que la más acreditada teoría.
Viene todo esto a cuenta, cómo no, de un concreto congreso en materias de interés jurídico; más precisamente, del congreso sobre Derecho de sociedades que, en los primeros días del mes de febrero, se celebrará en la ciudad de Málaga, con un completo e interesante programa. La metodología que en él se anuncia coincide, en sus líneas generales, con lo que suele ser común en este tipo de eventos científicos, si bien con el añadido, propio de nuestro tiempo, siempre urgente y apresurado, de eliminar buena parte de las habituales conferencias plenarias por mesas redondas de temario común y de estrictas condiciones de intervención. A los organizadores del congreso hay que felicitarles, de entrada, por el acierto en la elección de la temática y por la delimitación concreta de las muchas materias que serán objeto de análisis; pero también, y de manera muy señalada, por su evidente propósito de contar con juristas de las principales profesiones jurídicas y provenientes de todas las latitudes de nuestro país.
Esta notable pluralidad, a la vez objetiva y territorial, resulta alejada de todo exclusivismo y representa, a priori, uno de los activos del congreso, promovido desde la Universidad de Málaga, mediante la entusiasta labor de los colegas de Derecho Mercantil, y con el apoyo decidido de relevantes entidades y corporaciones del mundo jurídico. Sólo queda esperar que estos loables propósitos se vean refrendados por las aportaciones de los ponentes, proporcionando, a su vez, el mayor aprovechamiento para los asistentes, cuyo número, por lo que he oído decir, será muy elevado.
José Miguel Embid Irujo
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