Fue en la década los ochenta del pasado siglo cuando las cartas de patrocinio irrumpieron en el panorama jurídico español, despertando desde el primer momento la atención de nuestros autores, con aportaciones de diverso orden, entre las que destacó, unos años después, la conocida monografía de Carlos Suárez González titulada, precisamente Las declaraciones de patrocinio. Estudio sobre las denominadas “cartas de confort” (Madrid, La Ley, 1994). No faltó, del mismo modo, la contribución judicial, gracias a la muy analizada sentencia del Tribunal Supremo de 16 de diciembre de 1985, que, entre otros méritos, destaca por su apreciable cercanía temporal con las primeras noticias sobre nuestra figura. No suele ser común esta circunstancia y menos con las instituciones que, además de atípicas, se importan de la práctica empresarial foránea, como se deduce del frecuente uso que en la época descrita (menos en nuestros días) se hacía de la terminología existente en otras lenguas (comfort letters; lettres de patronage).
Dos fueron, y siguen siendo, los temas que, principalmente, caracterizan a las cartas de patrocinio desde el punto de vista jurídico. De un lado, se trata de determinar el valor que puedan merecer las declaraciones consignadas en el correspondiente documento, asunto sin duda problemático, dada la amplia variedad de contenidos usuales en el tráfico y la consiguiente distinción entre “cartas débiles” y “cartas fuertes”. Con esta separación se quiere aludir a que en las primeras nos encontramos, a lo sumo, ante declaraciones desprovistas de relieve jurídico, en tanto que las segundas, también de manera diversa, según su respectivo enunciado, reflejan o declaran un auténtico compromiso jurídico, susceptible de ser incluido, prima facie, en el terreno de las garantías personales. Queda claro, entonces, que en este plano se intenta dilucidar si la figura en estudio constituye una auténtica institución jurídica o si, en cambio, se trata, meramente, de un fenómeno ajeno al mundo del Derecho, sin que el suscriptor de la carta asuma vínculo alguno, y limitado en su operatividad al terreno de la moral de los negocios, a lo sumo.
El segundo tema que ponen de manifiesto las cartas de patrocinio no se refiere al posible contenido, en su caso, vinculante que se derivaría de su enunciado, sino al contexto institucional en que se produce su emisión. Como es bien sabido, tales declaraciones se manifiestan de manera habitual, aunque no inexorable, en el ámbito específico de los grupos de sociedades, y mediante ellas la sociedad o entidad que dirige el grupo intenta favorecer la concesión de una facilidad crediticia a una o varias de sus sociedades filiales. Es cierto que esta segunda vertiente de la figura ha ocupado, por lo común, una posición secundaria a la hora de contemplar desde el Derecho su significado y sus posibles efectos. Con todo, no puede prescindirse de ella ya que, de lo contrario, no se entendería bien la razón de ser de las cartas y buena parte de su contenido, habitualmente referido al alcance y mantenimiento, en su caso, de la participación en el capital de la sociedad dominada por parte de la dominante, quedaría privado de sentido, siendo, por lo común, decisivo para convencer a la entidad de crédito de la seriedad del intento y de la organización firme del grupo del que ambas forman parte.
Con el tiempo, las cartas de patrocinio, bien estudiadas, como digo, por la doctrina, han ido abandonando el panorama central que ocuparon durante bastantes años. A la vez, y sin asomo de paradoja, su presencia en la jurisprudencia de nuestros tribunales ha crecido de manera considerable, hasta el punto de que son numerosas las sentencias del Tribunal Supremo que se han ocupado de ellas. Así acaba de suceder, una vez más, con la sentencia 424/2016, de 27 de junio, dictada por el alto tribunal (sala de lo civil, sección primera, siendo ponente el magistrado Francisco Javier Orduña Moreno), que se hace eco, como no podía ser de otro modo, de lo dispuesto en fallos anteriores, dada la identidad estructural del supuesto de hecho enjuiciado ahora con los anteriores.
En resumen, la sentencia en estudio nos sitúa ante dos cartas de patrocinio, emitidas, respectivamente, por las dos sociedades que dirigían el grupo en el que se encuadraba, como sociedad filial, la entidad patrocinada. A la hora de analizar su contenido, y de determinar, por consiguiente, si se trataba de cartas “fuertes” o “débiles” se advierte de inmediato la total unanimidad de los órganos judiciales llamados a decidir en el pleito: desde el juzgado de primera instancia, hasta el Tribunal Supremo, pasando por la Audiencia Provincial de Madrid; en efecto, del contenido de las dos cartas se deduce sin duda alguna su carácter fuerte por contener auténticos compromisos jurídicos de las suscriptoras de las cartas ante la entidad de crédito a la que se dirigieron. Así lo atestiguan expresiones sintéticas, como “nos comprometemos de forma irrevocable”, u otras más detalladas, que concretan el compromiso inicialmente asumido; en este sentido se manifiesta en las cartas, respecto de la situación de la filial, “nuestra completa asistencia financiera de acuerdo con la participación que tenemos en la misma, adoptando las medidas necesarias para asegurar que esta cumpla puntualmente las obligaciones contraídas con su entidad, bien sea mediante la transferencia de fondos necesaria a favor de la misma, o bien realizando cualesquiera otras acciones que produzcan el mismo efecto”
Dada la claridad del supuesto, bien descrito en la sentencia analizada, interesa destacar, en el momento presente, la estricta continuidad que observa el alto tribunal respecto de la doctrina jurisprudencial establecida con carácter previo. En este sentido se invoca –y se reproduce fielmente- la sentencia 440/2015, de 28 de julio, en la que se destaca el carácter de negocio jurídico unilateral propio de la carta de patrocinio “fuerte”, por el cual “el patrocinador asume una obligación de resultado con el acreedor, o futuro acreedor, por el buen fin de las operaciones o instrumentos de financiación proyectados, de forma que garantiza su indemnidad patrimonial al respecto”. Tras suscribir este planteamiento de la mencionada sentencia, el fallo que nos ocupa advierte de la estrecha vinculación entre la emisión de la carta y la consecución de la financiación pretendida por la filial; en este sentido se indica, a modo de conclusión, que “las cartas de patrocinio, conforme a su función de garantía personal, fueron los instrumentos que las partes acordaron para garantizar, en su conjunto, la operación de refinanciación de la deuda de la patrocinada…que se llevó a cabo con la concesión del nuevo préstamo. De ahí, el carácter determinante de las cartas sobre la operación crediticia considerada en su unidad y, en consecuencia, el compromiso de las patrocinadoras de cara a garantizar el buen fin de la operación para el acreedor”.
Nada hay que decir sobre esta conclusión, completamente razonable, dadas las características del supuesto de hecho, que viene a reforzar, por si hiciera falta, la doctrina jurisprudencial nítidamente expuesta en fallos anteriores por el Tribunal Supremo. Como ya he señalado, se advierten en la resolución analizada los dos planos característicos de nuestra institución, con notoria prioridad, eso sí, para el derivado del vínculo jurídico establecido en las cartas. Sorprende, eso sí, la persistencia procesal de las sociedades patrocinadoras, alegando, al margen de toda lógica, la ausencia de valor jurídico de las mismas por limitarse a contener meras recomendaciones (¡). Y eso, a pesar de que, además de las muchas afirmaciones derechamente contrarias a dicho calificativo, antes expuestas, se alude en las cartas con frecuencia a la sociedad patrocinada como “nuestra filial”. Cuanto tiempo perdido… sin perjuicio de confirmar, una vez más, la indudable ubicuidad del grupo, a la que aludí en un commendario anterior, dentro de la realidad empresarial de nuestros días.
José Miguel Embid Irujo