La tramitación parlamentaria del proyecto de ley sobre la llamada “segunda oportunidad” contiene algunos elementos ajenos al Derecho concursal, de entre los cuales me quiero referir hoy a un significativo intento de reforma de la LSC del que me ha advertido, con su habitual perspicacia, Alberto Emparanza. En efecto, mediante una enmienda presentada por el Partido Popular (como disposición final primera del proyecto de ley) se pretende modificar el apartado segundo del art. 285 LSC, atribuyendo al órgano de administración la competencia “para cambiar el domicilio social dentro del territorio nacional”. Aunque la norma en cuestión se somete a la autonomía de la voluntad (“salvo disposición contraria de los estatutos”), y se formula como excepción a la regla general en materia de modificaciones estatutarias, resulta evidente la trascendencia del cambio que ahora se propone.
Prescindiré en este momento de entonar el habitual lamento –por lo común, de carácter retórico- sobre la frecuencia con la que ciertas leyes incluyen preceptos ajenos, en principio, a su contenido, digamos, “natural”, hasta convertirse, en muchos casos, en auténticos “cajones de sastre” normativos. Tampoco aludiré a la permanente y, casi siempre, poco meditada reforma del Derecho de sociedades, un fenómeno no sólo español, por otra parte. Como es bien sabido, se trata, en ambos casos, de una práctica ya consolidada, independiente de las circunstancias políticas de cada momento, respecto de la cual sólo cabe, por parte de los estudiosos, la disposición de un repertorio conceptual suficiente, así como una rigurosa actividad hermenéutica, para subsumir estas –llamémoslas así- “heterodoxias” legislativas, en un discurso jurídico lógica y teleológicamente bien fundado. Prescindo, claro está, de actitudes rupturistas y simplificadoras, posibilidades ambas legítimas, desde luego, pero, a mi juicio, inadecuadas para hacer operativo el Derecho en la vida social,
Interesa, en todo caso, poner el foco sobre esta trascendental reforma cuya justificación no va más allá de algunos tópicos sumamente genéricos. Así, se dice que esa nueva competencia del órgano administrativo responde, entre otras cosas, a la necesidad de “adaptarse a las circunstancias derivadas de una nueva realidad social y económica que permite una mayor movilidad funcional y geográfica de las sociedades de capital y a las exigencias derivadas de la flexibilidad requerida al mercado”. Y se concluye afirmando que “la cercanía, los transportes y la ubicación de los centros operativos de las sociedades hacen que el término municipal sea un límite insuficiente para facilitar el funcionamiento ordinario de las propias sociedades”.
A la hora de valorar este intento de modificación legislativa, no conviene ignorar la creciente asunción de competencias por el órgano administrativo, así como su notorio predominio funcional en la realidad societaria de nuestro tiempo. Y ello, claro está, sin perjuicio de los nuevos cometidos asignados a la Junta general por la reciente Ley 31/2014, con especial incidencia, según es notorio, en las sociedades cotizadas. Pero, en todo caso, esta suerte de “geometría variable” de las relaciones interorgánicas constituye una muestra más de la inestabilidad del Derecho de sociedades contemporáneo y de su consiguiente tendencia reformista, muchas veces amparada –como en el presente caso- por el expediente, cómodo y generalizador, de la flexibilidad.
Es indudable que la reforma pretendida, al margen de su carácter indistinto, pues se refiere, como resulta evidente, a todas las sociedades de capital, adquiere mayor relieve respecto de aquellas sociedades donde sea más intensa la alteridad entre socios y administradores; o, dicho con palabras hoy en día todavía frecuentes, donde exista un auténtico problema de agencia, lo que sucede, con particular relieve, en las sociedades cotizadas. Sin perjuicio, por lo demás, de estos destacados matices tipológicos, es lo cierto que la atribución a los administradores de la competencia para cambiar –incluso con la mayor rapidez- el domicilio social a cualquier punto del territorio nacional afecta, de manera notoria a los socios, a quienes se escamotea, salvo prohibición estatutaria, su tradicional poder de decisión en la materia. Pero también incide este asunto en los llamados stakeholders, ligados a la sociedad, por diversos vínculos, sobre la base de su domicilio originario. Y ello al margen de las cautelas establecidas en la norma propuesta, esencialmente su naturaleza dispositiva y su carácter excepcional.
Respecto de las sociedades cotizadas podrían traerse a colación, además, otras cautelas, como pueden ser, en concreto, algunas de las recomendaciones contenidas en el reciente Código de buen gobierno. Me refiero, en particular, a la número 23 que postula la oposición de los consejeros a los acuerdos y decisiones del consejo de administración que puedan ser contrarios al interés social. Dada la presencia de los intereses propios de los stakeholders en la delimitación de esta magnitud en el Código (recomendación nº 12), puede encontrarse aquí un medio destacado para hacer frente, en su caso, al propósito de cambiar el domicilio social por parte del órgano de administración.
Resulta imprescindible, a mi juicio, reflexionar con detenimiento sobre esta significativa propuesta de reforma de la LSC durante el trámite parlamentario. Y es que, por sus específicas características, aquí descritas de manera sumaria, la modificación legislativa que se pretende es susceptible de alterar las relaciones de los órganos societarios entre sí, así como el propio funcionamiento de la sociedad, sin justificación suficiente.
José Miguel Embid Irujo1