Qui dit contractuel dit juste, reza un viejo aforismo jurídico francés atribuido al filósofo Alfred Fouillée, que ha adquirido categoría de fórmula consagrada, de auténtica idea-fuerza, en la terminología de dicho autor, dentro del Derecho de obligaciones del país vecino. Siempre he pensado que este enunciado refleja como ningún otro el “espíritu”, si cabe hablar en estos términos, que animó a la codificación, y da igual el país en el que nos situemos, con motivo de la ordenación normativa de los contratos. Es claro, por supuesto, que me refiero a la codificación decimonónica, época, por otra parte, en la que se desenvuelve, casi por entero, la vida y la obra de Fouillée.
Parece claro que, por entonces, y también muchos años después, a causa del consabido conservadurismo de los juristas, el contrato se veía como un estricto acuerdo de voluntades en el que los derechos y obligaciones derivados de su clausulado venían a ser una especie de precipitado inevitable del cruce de intereses propios de cada contratante. De ese “ajuste” de intereses surgiría, si se me permite la fácil derivación, la plena justicia del contrato, sin que la elevación del “ser” –el acuerdo de voluntades- al “deber ser” –su estimación como fenómeno jurídico plenamente inserto en el ámbito de la justicia-, planteara especiales dificultades.
Entendido así el siempre deseable equilibrio contractual, resulta evidente que, con los códigos en la mano, no era nada complicado vivir en el mejor mundo (jurídico) posible. Los problemas, que ya existían, como es notorio, en esa Arcadia feliz del Derecho privado, vendrían después, como la prueba, en correcto orden procesal, sigue a la alegación llevada a cabo por el letrado. Se trata de una historia sobradamente conocida que, tal vez, pudiera resumirse en torno a la fórmula “desequilibrio contractual”, sobre cuya base y con distintas orientaciones se viene construyendo, no siempre con acierto, el Derecho de obligaciones y contratos desde hace ya mucho tiempo.
Con todo, resulta evidente que hay muchos contratos en los que puede reconocerse, sin perjuicio de modulaciones de distinto orden, esa atmósfera de “justicia contractual” evocada por Fouillée. Y quizá sea uno de ellos el firmado entre la Unión europea y AstraZeneca, en relación con la vacuna elaborada por esta última contra el Covid-19, del que se habla a todas horas en estos días de incertidumbre y dificultad. Es indudable, a pesar de ello, que el equilibrio aparentemente existente entre los contratantes abre las puertas, como también es notorio, a discrepancias de diverso orden que requerirán la correspondiente hermenéutica. Doctores -muchos y buenos- tiene el Derecho de contratos y es de suponer que, con motivo de la conclusión del referido negocio jurídico bilateral, pero también ahora, a propósito de su cumplimiento, hayan emitido su dictamen.
A tal fin, parece innecesario decirlo, se hace imprescindible el conocimiento estricto del clausulado contractual. Es seguro que esos mismos doctores habrán accedido al mismo, circunstancia nada fácil, como venimos comprobando, momento a momento, con asombro e incredulidad. Cuando hemos podido ver –que no leer- el extenso documento, nada sorprende más que la igualmente notoria extensión de las cláusulas ennegrecidas, extraña categoría que asombraría, sin duda, a los más conspicuos juristas, desde Ulpiano hasta Ascarelli, pasando por Savigny. Y no se trata -ojalá fuera así- de una “moda” pictórica o estética. Los intereses implicados y las muy distintas perspectivas que un contrato de esta naturaleza es susceptible de plantear han convertido su texto en una carrera de obstáculos, de modo que, a ciencia cierta, es difícil saber, con la precisión requerida en asunto tan relevante, en qué haya podido consistir el equilibrio contractual supuestamente conseguido con su suscripción.
Estoy aludiendo, aunque la palabra no aparezca todavía, al “elemento ausente” de todo este proceso, es decir, a la transparencia. Parece que esta noción, de perfiles no siempre nítidos y, tal vez, de difícil consecución en la medida deseable, refleja bien las aspiraciones de nuestro tiempo, también aplicables a la esfera jurídica. En el presente caso, además, concurren poderosas razones de salud y seguridad públicas como para aspirar o exigir (elija el lector el verbo que prefiera) a un elevado nivel de transparencia, de modo que algunas pretensiones de las partes, favorables a la ocultación o, dicho con término más neutro, a la confidencialidad, de cláusulas relativas a cuestiones ciertamente sensibles, requerirían de una justificación superior a la habitual.
Siendo así las cosas, y con la incertidumbre colectiva incrementada por las dudas sobre la regularidad del proceso de vacunación inicialmente establecido, me parece que desde la transparencia es posible desembocar en otro elemento jurídicamente relevante, muy de nuestro tiempo, cuya operatividad en el presente supuesto podrá contribuir al satisfactorio reajuste del equilibrio contractual. Me refiero a que este contrato, del que, por los extremos sobre los que versa y por las circunstancias que le rodean, difícilmente se dirá que es mera res inter alios acta, se explica en su esencial razón de ser por su relación, directa e inmediata, con intereses de orden general, no sólo de una determinada sociedad o país.
Y ese elemento del que hablo es la responsabilidad social, cuya inicial vinculación con el ámbito corporativo viene evolucionando en los últimos tiempos hasta convertirse en una magnitud de orden genérico o global; y lo mismo que se habla de responsabilidad social de la empresa -quizá la valencia más relevante de la indicada fórmula- es posible referirse hoy a la responsabilidad social de las instituciones e, incluso, del mismo consumidor. Parece indudable que esta generalización no está exenta de riesgos, a la vista de la relativa indeterminación de la fórmula “responsabilidad social” y como consecuencia de la evidente dificultad de trasladar su potencial contenido a las acciones cotidianas desarrolladas por tantos y tan diversos sujetos involucrados. Pero no es dudoso, al menos a mi juicio, que su estimación inicial y posterior puesta en práctica puede constituir un destacado factor de “mejoramiento” de las relaciones jurídicas.
Algo de esto, quizá, podría deducirse del viejo art. 1258 C.c., en atención a la realidad social del momento presente, si bien el esfuerzo hermenéutico para concretar sus perfiles, en el marco de un contrato como el que nos ocupa, no sería pequeño. El extremo que, a tal efecto, podría servirnos de apoyo, sería, sin duda, la referencia al “uso”. Que haya comportamientos de las partes contratantes cuya exigibilidad se deduzca del uso obliga, sin duda, a muchas matizaciones, si bien, a la altura de nuestro tiempo, podemos dar por sentado que, a ciertos niveles, la responsabilidad social es algo más que una elegante fórmula retórica. De hecho, el propio legislador, europeo y nacional, ha empezado a dar pasos relevantes en su ordenación normativa, como se deduce de la todavía reciente regulación de la información no financiera por parte de las grandes empresas y grupos de sociedades (la Ley 11/2018), o del amplio tratamiento de la sostenibilidad que establece, respecto de las sociedades cotizadas, nuestro Código de buen gobierno, tal y como se deduce de su revisión el pasado año.
Se trata de una regulación, es cierto, situada, sobre todo, en la periferia del fenómeno que nos ocupa; no obstante, su vis expansiva resulta notoria y capaz, por otra parte, de llegar hasta su núcleo, como se deduce de la creciente sensibilidad jurídica en relación con la conducta irresponsable de las sociedades integradas en un grupo a los efectos de establecer, en su caso, la obligación de resarcimiento de la entidad o sociedad que ejerza la dirección unitaria en el grupo.
Aunque estas consideraciones apuntan, en particular, a la responsabilidad social de la empresa suscriptora del contrato -cuyas vacilaciones y argumentos, en ocasiones contradictorios, son ciertamente censurables-, no debe excluirse la que afecta, en grado no desdeñable, a la propia Unión europea. Esta segunda vertiente de la responsabilidad social ha empezado a ejercerse, bien que sin una orientación del todo nítida y con el añadido inquietante de significativas interferencias por parte de algunos Estados miembros. Por todo ello, hace falta profundizar en la transparencia del contrato con el fin de aquilatar debidamente las obligaciones de las partes, precisando, en su caso, el alcance de los usos directamente derivados de la idea de responsabilidad social.
Sólo de este modo, y evitando en lo posible indeseables conflictos geopolíticos, podrá darse satisfacción a los millones de personas que aguardan expectantes la ejecución de un contrato, cuya trascendencia desborda con creces el perímetro al que lo ha solido circunscribir la más tradicional doctrina jurídica. En tal sentido, y rememorando de nuevo a Alfred Fouillée, para que lo acordado sea auténticamente justo hace falta que al acuerdo de voluntades, de imprescindible presencia para que las partes queden vinculadas por el negocio jurídico bilateral, se añada una actitud de ambas socialmente responsable, seña de identidad in itinere del Derecho de nuestro tiempo.