La reducida extensión del régimen establecido en la LSC sobre el consejo de administración, dejando al margen, claro está, el tratamiento de dicho órgano en el ámbito de las sociedades cotizadas, fomenta, como no puede ser de otro modo, el juego de la libertad contractual a la hora de contemplar los múltiples aspectos relativos a su organización, así como a su funcionamiento diario. En esa vertiente configuradora ocupan los estatutos sociales una posición de especial relieve, con el claro sometimiento de las previsiones establecidas en ellos a los límites señalados en el art. 28 LSC a la autonomía de la voluntad. Se trata, como es bien sabido, de lo dispuesto en las leyes, así como de lo que quepa deducir de ese límite, a la vez elástico e impreciso, que son los principios configuradores del tipo social elegido.
Sin entrar ahora en el análisis de ambas categorías, materia ajena al presente commendario, interesa destacar que, por la posición central que el consejo juega en toda sociedad, en estrecha relación, dentro de las sociedades cerradas de pocos socios, con ese órgano digamos “derivado” que es la junta universal, conviene pensar no sólo en la legitimidad “de origen” de la concreta configuración establecida, sino también en la legitimidad “de ejercicio” del propio consejo. Con esta apelación a categorías más propias del ámbito jurídico-público, no pretendo otra cosa que acentuar la conveniencia de atender, desde luego, a la corrección de las posibles previsiones establecidas en los estatutos respecto de los órganos sociales, pero también al modo de llevarlas a cabo en el marco de su cotidiana actividad.
Y es que, como parece evidente, no basta con disponer de un régimen (estatutario) aparentemente inmaculado para que también lo sea el comportamiento ulterior del órgano societario al que se refiera. Del mismo modo, y a la inversa, una ordenación infrecuente o, desde cierto punto de vista, dudosa, cuando no discutible, no tiene porqué traducirse en una actividad reprobable o antijurídica. En el caso del consejo de administración, la cuestión adquiere particular importancia, como consecuencia de su no abundante regulación, sino, sobre todo, por el relieve que le corresponde en el funcionamiento cotidiano de la sociedad.
Hace ya algún tiempo dediqué un commendario a reprobar, dentro de la modestia que, por supuesto, caracteriza a todo lo que aquí digo, una cierta tendencia, no infrecuente en diversos medios jurídicos, a tomar a la sospecha como principal criterio de análisis (y también, con demasiada frecuencia, de resolución); la sospecha “como método”, podríamos decir. Sin promover, por supuesto, la candidez metodológica, no me parece prudente lanzar un inmediato vade retro desprovisto de matices, y sin posibilidad de contradicción, ante lo que nos parezca dudoso o discutible, sobre todo si no se dispone a la vez, de medios probatorios o, al menos, indiciarios suficientes que confirmen nuestra sospecha.
La resolución de la Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública de 23 de mayo de 2023 (BOE de 16 de junio) me ha traído a la mente estas consideraciones. Dictada a propósito de una inusual composición del consejo de administración de una sociedad de responsabilidad limitada, esta resolución, llamativamente breve, la descalifica por entender que a su través terminaría asignándose un injustificable derecho de veto a uno de los miembros de dicho órgano, con la imposibilidad inmediata de hacer imposible la adopción de acuerdos por mayoría de no contar con su anuencia.
El supuesto se explica de manera sumamente sencilla y nos sitúa ante los acuerdos adoptados en junta universal a través de los cuales se designaba a los miembros del consejo de administración de la sociedad. Se trataba de tres personas, dos de ellas físicas y otra jurídica (concretamente, una sociedad de responsabilidad limitada), con la particularidad de que la persona (física) escogida por esta última era uno de los dos consejeros individuales designados en su propio nombre. Presentada la escritura pública a inscripción, el registrador mercantil decidió no practicarla por entender que se atribuía un derecho de veto a la persona física que, a la vez, era consejero y representante de la persona jurídica miembro del consejo. Entendía el registrador, al mismo tiempo, que la configuración otorgada a este órgano era incompatible con el deber de evitar situaciones de conflicto de interés, de acuerdo con lo establecido a propósito del deber de lealtad en los arts. 227 y sigs. LSC.
Interpuesto recurso por los dos consejeros individuales y por el administrador persona jurídica, la Dirección General acordó desestimarlo, confirmando la resolución impugnada.
En su brevísima resolución, de apenas dos párrafos no especialmente largos, el Centro directivo alude al art. 242, 1º LSC y pone de manifiesto la importancia del consejo, al entender que “es el patrón mediante el que se articula el órgano de administración de una compañía cuando se dispone su composición por más de dos integrantes que deben actuar de forma colegiada y adoptar decisiones por mayoría”.
Tras esta sumaria introducción, y en la parte propiamente dispositiva, la Dirección General menciona dos resoluciones (ambas del siglo pasado) en las que tuvo ocasión de pronunciarse sobre el principio mayoritario, a propósito del funcionamiento del consejo y resolvió desechar aquellas “fórmulas que de hecho condujeran a otorgar derecho de veto a alguno de los integrantes del órgano colegiado”. En tal sentido, y con la configuración adoptada por la sociedad en cuestión, se daría una situación de “potencial veto”, puesto que “la adopción de acuerdos por mayoría requeriría necesariamente la anuencia del consejero designado en una doble condición”.
No tengo por costumbre, como bien sabe el atento lector de los commendarios, reproducir in extenso los argumentos y las razones de las resoluciones del Centro directivo, tantas veces analizadas, por otra parte, en la presente sección. En este caso, me he desviado de mi tradicional criterio, como consecuencia, por un lado, de la ya señalada brevedad de la resolución que nos ocupa, y, de otro, por la conveniencia de apreciar, partiendo de su literalidad, los criterios que dieron lugar a la desestimación del recurso.
Esa literalidad permite apreciar, de entrada, la falta de alusión a un hecho suficientemente concorde con nuestro Derecho de sociedades en lo que se refiere a los requisitos exigidos para ocupar el cargo de administrador. Se trata, como ya se habrá imaginado, de que entre nosotros las personas jurídicas, sin matices en cuanto a su respectiva naturaleza, pueden ser válidamente designadas a tal fin. Y, en ese caso, es igualmente sabido que el correspondiente administrador persona jurídica habrá de designar a una persona física, con el fin de que ejerza las tareas de gestión y representación atribuidas por el art. 209 LSC a los miembros del órgano administrativo.
Conviene recordar, a este respecto, una verdad indiscutible: la persona física representante no tiene la condición de administrador de la sociedad, calificación solamente aplicable a la persona jurídica a quien representa; por ello, y en la relación entre ambos, susceptible de ser vista como un mandato, podrá esta última establecer los correspondientes requisitos, impartir las oportunas instrucciones, y, en su caso, revocar la designación efectuada de no considerar oportuna la persistencia del representante inicialmente designado en el seno del consejo.
Por lo demás, nada debe importar a estos efectos que, en ocasiones, el legislador asimile la posición de dicha persona física (representante) a la del administrador, en sentido estricto; así sucede, como es bien sabido, a propósito de su responsabilidad, de acuerdo con lo establecido en el art. 236, 5º LSC, con el expreso sometimiento de la persona física a los mismos deberes que los auténticos administradores.
Otra cosa será reflexionar detalladamente no sólo sobre las circunstancias propias del administrador persona jurídica y la necesaria concurrencia, en caso de su designación como administrador, de una persona física para ejercer de hecho tal magistratura, con su particular estatuto, sino también sobre la conveniencia de que una persona jurídica sirva, desde el punto de vista del gobierno corporativo para ser administrador de una sociedad mercantil. El art. 529 bis, 1º LSC, como es sabido, ha limitado a las personas físicas la aptitud subjetiva para ser consejero de una sociedad cotizada, y está por ver si tal circunstancia, de análisis no fácil, puede llegar a generalizarse al entero panorama de las sociedades de capital entre nosotros.
Ninguno de estos extremos aparece en la nota de calificación del registrador y tampoco son objeto de meditación en la resolución del Centro directivo ahora en estudio. La frase final de esta última alude a la “anuencia del consejero designado en una doble condición”, frase no del todo exacta en su expresión literal y susceptible de inducir a error, si se la toma estrictamente en los mismos términos en que se formuló. Podrá decirse que esa “doble condición” corresponde al sujeto (persona física), como tal, y no en cuanto consejero; es eso indudablemente lo que la resolución pretende decir, a mi juicio, ya que carecería de sentido entender otra cosa.
Además de esta elemental circunstancia, puesta de manifiesto con todo lujo de detalles en el extenso y matizado recurso presentado ante la nota de calificación del registrador, merece la pena tener en cuenta lo allí dicho, a los efectos de comprender mejor la situación de intereses y la realidad organizativa de la sociedad afectada. En tal sentido, dicho documento intentaba explicar la trayectoria del órgano de administración, inicialmente de carácter unipersonal y, tras la oportuna reforma estatutaria, transformado en órgano colegiado. No parece dudoso, en tal sentido, que la composición del consejo, con tres miembros, dos de ellos, personas físicas, y otro, persona jurídica, se ajustaba plenamente a lo requerido por nuestro Derecho de sociedades.
Al margen de lo expuesto en el recurso, conviene detenerse, siquiera sea brevemente, en la común calificación que, tanto el registrador como la Dirección general, formularon a propósito de la situación del consejo de la sociedad examinado en el expediente. Se hablaba, en ambos casos, de que mediante la configuración predispuesta se terminaría atribuyendo un derecho de veto al consejero que, a la vez, había sido designado representante del administrador persona jurídica, haciéndose imposible, de este modo, la adopción de acuerdos por mayoría.
Hago esta alusión porque no termino de estar seguro de que nos encontremos ante un auténtico derecho de veto dentro del consejo; vetar algo o a alguien dentro de las decisiones de un órgano colegiado presupone, en general, la capacidad de hacer inviable un proceso decisorio o, incluso, un acuerdo previo adoptado en ese órgano precisamente por la posición específica del sujeto titular del poder de veto. Lo que sucedía o, quizá mejor, lo que podía sospecharse que sucediera a propósito de la configuración del consejo en la sociedad limitada objeto de análisis no era tanto que se estableciera un derecho de veto sino, más bien, una posición de control en su seno, atribuida a quien había sido designado consejero en su propio nombre y, a la vez, era el representante del administrador persona jurídica.
Se trata, si no me equivoco, de cosas distintas y no es seguro que deba considerarse improcedente la composición del aquel consejo en que se termine atribuyendo a un sujeto la influencia decisiva, en que consiste toda posición de control, a la hora de adoptar los correspondientes acuerdos en el mismo. Esta afirmación, por supuesto, ha de formularse cum grano salis, ya que, como antes he señalado, no debe presumirse que en la situación descrita el sujeto que ocupe dos posiciones distintas, relevantes en el consejo, actúe necesariamente (y vote) siempre en el mismo sentido.
A lo largo del extenso recurso, desestimado en su momento por el Centro directivo, los recurrentes criticaban el hecho de que el registrador fundara su calificación negativa no tanto en la falta de adecuación a Derecho de la configuración atribuida al consejo, sino, sobre todo, en suposiciones o presunciones en torno al funcionamiento de dicho órgano, particularmente, a la hora de adoptar sus acuerdos. Tal criterio se mantuvo, como hemos visto, en la resolución examinada, dentro de la cual, por cierto, nada se dice sobre la posibilidad de que mediante la composición del consejo adoptada por la sociedad se hiciera posible el surgimiento de conflictos de interés, con la posible infracción del deber de lealtad.
No llegó a tanto la sospecha por parte de la Dirección General, aunque es de lamentar, en todo caso, que no se haya aprovechado esta oportunidad para llevar a cabo un análisis más detenido y fundado alrededor de un supuesto original y, por lo que se me alcanza, poco común, con la finalidad de precisar nítidamente su estatuto dentro del Derecho español de sociedades de capital.